Fermín Canella es un personaje fundamental en el desarrollo de eso que se ha dado en llamar asturianismo y que abarca todo lo que se relaciona con este pequeño país que habitamos: su historia, los monumentos, los recuerdos, las costumbres, el bable, las biografías de sus hombres ilustres y en general todo lo relacionado con nuestras actividades económicas. De ello se ocupó junto a Octavio Bellmunt en su magna obra «Asturias» publicada entre 1895 y 1900 y en la que colaboraron de forma entusiasta los eruditos que entonces había en cada concejo; el resultado fue una obra que reunió en tres volúmenes una información que aún hoy es la base de cualquier cronista de estas cosas.

Canella nació en Oviedo en 1849, un 7 de julio -como yo-, aunque algunos años antes, y fue abogado, senador del Reino, catedrático de Derecho Civil y rector de la Universidad de Oviedo; también tuvo tiempo para otras facetas igualmente interesantes pero menos remuneradas como el periodismo y la historia, y en su vida privada compartió taller masónico con otros intelectuales de la época tras haber sido iniciado en 1877 en la logia Luz Ovetense bajo el nombre simbólico de Campomanes.

Era uno de esos profesores inquietos y trabajadores que cualquier institución quiere tener entre sus miembros y cuando falleció en 1924 figuraba en los claustros de las Academias de la Historia y Bellas Artes y de las Buenas Letras de Barcelona y Sevilla, por citar algunas. Pero lo que más nos interesa aquí es su papel como estudioso del folclore, la cultura y lo cotidiano de los pueblos asturianos, por lo que llegó a presidir la Comisión Provincial de Monumentos mientras recorría la región apuntando sus peculiaridades.

En 1874 se inauguró el tramo de ferrocarril que une Gijón con Pola de Lena y hubo que esperar aún otros diez años para que por fin se completase la vía que subiendo el Pajares nos pudiese llevar hasta Madrid sin más interrupciones que las paradas de las estaciones y en un tiempo de 23 horas y media; fantástico si se comparaba con lo que invertía un coche de caballos en hacer el trayecto por carretera.

Mieres, que entonces disparaba su crecimiento con el asentamiento de miles de trabajadores procedentes de otras regiones, se estaba convirtiendo en una pequeña ciudad en la que cada día abrían comercios y establecimientos de restauración y acogió la novedad del tren con la esperanza puesta en sus posibilidades, aunque ya he contado en otra ocasión que los vecinos lo obligaron a discurrir al otro lado del río para que no supusiese una rémora en el desarrollo urbano de la vega, de manera lo que hizo necesario construir un puente sobre el Caudal para facilitar el tránsito hasta la estación.

Con este fin, el Ayuntamiento celebró una subasta el 20 de marzo de 1876 para un proyecto que incluía la ejecución de este puente -en madera- y la apertura de una avenida que comunicaba las dos márgenes del río y de paso enlazaba las vías con la población y la vieja carretera de Castilla.

Las obras concluyeron en julio de 1877 y el 12 de agosto fueron inauguradas solemnemente por los reyes, en un acto que Teodoro Cuesta quiso recordar escribiendo un romance en asturiano: «A S. M. el rey Don Alfonso XII y a S.A.R. la Serma. Sra. Princesa de Asturias en su viaje a Mieres», aunque la comitiva de sus majestades en aquel momento aún tuvo que cruzar la cordillera en coches de tiro mientras se estaba trabajando sin pausa en la conclusión del trazado del camino de hierro que iba a salvar definitivamente este obstáculo.

Pues bien, deslumbrado por los cambios que traían las máquinas de vapor, Fermín Canella quiso repetir aquí lo que ya se estaba haciendo por toda Europa y aquel mismo 1874 mandó a la imprenta la guía «De Lena a Gijón», como un anticipo del ambicioso libro que iba a firmar -otra vez junto a Octavio Bellmunt- justo cuando moría el siglo XIX con el título «Guía general del viajero en Asturias».

La obra quería dar a conocer la flamante línea férrea describiendo los pueblos y comarcas que atravesaba, a la que vez que proporcionar noticias generales de la provincia y sobre todo una serie de datos útiles para el viaje que no estaría de más actualizar en estos tiempos en los que llegar a tomar un tren de cercanías en este mismo trayecto se ha convertido en algo así como pretender salir de Cuba o entrar en los Estados Unidos de América.

Si hace tiempo que ustedes no utilizan este medio de transporte deben saber que los billetes ya no se expiden en una taquilla y el empleado ha sido reemplazado por una máquina que le va a ofrecer en su pantalla un sinfín de opciones entre las que debe elegir correctamente la suya. Con la forma de pago sucede lo mismo, pero esta comodidad se tuerce cuando observa que no le van a dar cambio de un billete medianamente grande, por lo que debe salir de casa preparado para esta circunstancia y sabiendo que en las estaciones no existe modo de realizar esta sencilla operación. Y si tiene la suerte de solucionar este primer paso con éxito no debe cantar victoria porque aún le falta atravesar una barrera mecánica antes de acceder al andén.

Lo más normal es que equivoque la cola y se sitúe en un paso solo apto para quienes han adquirido un bono. No se rinda, dé la vuelta y busque el lugar correcto para enfrentarse al control sin nervios. Hágalo despacio, ya que si inicia la operación antes de que el pasajero anterior haya concluido la suya, corre el riesgo de quedar bloqueado en tierra de nadie y sobre todo fíjese en el sentido de la flecha dibujada en su cartón, de lo contrario deberá repetir una y otra vez la maniobra mientras el tiempo corre y quienes están a su espalda se impacientan. Si tiene suerte cogerá el tren a su hora, pero si su destino es Gijón acabará llegando tarde y sudoroso a su cita porque ahora la estación ya no está en el centro de la ciudad y debe recorrer un kilómetro más para llegar hasta allí.

En los años de Fermín Canella todo era más simple: los despachos se cerraban cinco minutos antes de la salida de los trenes y cada billete indicaba con claridad la hora de partida y la categoría correspondientes, especificándose además que aquel que fuese identificado viajando sin él o lo hiciese en un vagón superior debería abonar el doble de lo estipulado. Además los niños que pudiesen ir en el regazo de sus padres no pagaban nada y los menores de seis años, solo la mitad.

Algo que nos llama la atención en aquellos primeros itinerarios es la disposición de las estaciones que eran únicamente once en todo el trayecto. A saber: Pola de Lena, Santullano, Mieres, Olloniego, Las Segadas, Oviedo, Lugones, Lugo de Llanera, Serín Veriña y Gijón. Echamos en falta poblaciones como Ablaña, que entonces ya tenía alguna importancia por su cercanía a la actividad fabril de Mieres, pero sobre todo Ujo, que no iba a tardar en convertirse en uno de los lugares más importantes para el ferrocarril.

La guía de Canella sirve además para darnos a conocer mucha información sobre el momento de los lugares que recorría la vía. Así veía el autor su paso por la Cuenca del Caudal: Pola de Lena, con una estación de 4ª clase, tenía 1800 almas y 153 casas, dispuestas en su mayoría en la calle de la carretera y contaba con paradores de diligencias y algún comercio. Hasta llegar a Ujo, calificado como pueblecito, según el cronista los 9 kilómetros que separan ambas estaciones daban un agradable entretenimiento al viajero, que podía maravillarse ante un paisaje variado y bellísimo «en el que, a una exuberante vegetación, se une lo accidentado y agreste del suelo».

Ya en el apeadero de Santullano -30 casas y 180 habitantes- observaba criaderos de carbón de piedra, excelentes para las fábricas y algunos minerales de hierro y desde allí, cruzando los lugares del Pedroso y Requejado «no se cansa la vista de contemplar el hermoso paisaje que se despliega por la derecha teniendo por último término crestas y laderas que dan vida y tono a aquella vista».

Y por fin Mieres, que como les he dicho, aún no había concluido su estación y tenía pendiente también la construcción del puente y el camino que la enlazase con la villa. 183 casas, 3800 almas y un elegante edificio consistorial. Canella dejó escrito que ésta era la región carbonífera más rica de la provincia y también tenía excelentes minas de hierro, azufre, cinabrio y una notable fábrica siderúrgica, que aquel año había sufrido una disminución coyuntural en su producción debido a la parada de uno de sus hornos y a que otro solo había funcionado 10 meses.

Luego, de camino a Olloniego, le llamó la atención, al pasar Ablaña, el túnel de Peñalaspra de 103 metros de longitud, y el puente de hierro, de tres tramos y 25 metros que precedía a otro paso subterráneo, el del Padrún, el más importante de toda la línea y por el que aún hoy nos alejamos de la Montaña Central. Y justo en este punto también debe concluir esta página.