Tengo que volver de nuevo a contarles cosas de don Claudio. Ya saben que el segundo marqués de Comillas es uno de mis personajes favoritos, y no porque me guste, lo que pasa es que sus querencias y sus fobias resultan una fuente inagotable para estas historias y uno ha terminado por cogerle cariño.

No hará falta que les diga que su figura encarnó en su día la forma más integrista de entender el catolicismo. Sus propios partidarios lo resumieron bien en uno de los numerosos discursos con que acompañaron sus exequias: "Diríase que era ya casi una obsesión la idea nacional, si no se viera esa misma idea avasallada por otra aún más hondamente arraigada en el pecho del Marqués de Comillas, la idea religiosa, la cual no solo llenaba su vida íntima de santidad, sino que empapaba del ideal católico sus mismas empresas financieras y patrióticas".

Es difícil distinguir si fue el amor a la Patria o a la Iglesia lo que impulsó a su padre a hacer negocio con los esclavos cubanos y a él mismo a proseguir llenando su arca con el retorno de los soldados enfermos y heridos que tras la pérdida de aquella colonia retornaron en sus barcos en unas condiciones deplorables. Las dos circunstancias las hemos traído ya a estas historias heterodoxas y si les apetece repasarlas pueden buscarlas en las hemerotecas, que ahora es fácil.

En la otra cara de la moneda estuvo su proverbial paternalismo, materializado en nuestro querido poblado de Bustiello, que el tiempo va convirtiendo poco a poco en el referente turístico de Mieres, algo que los hombres de la Hullera Española nunca se hubiesen podido imaginar, pero ya ven cómo juega el tiempo con las realizaciones de los hombres.

El carácter peculiar de Bustiello es un puntal tan importante para el futuro de Mieres que, para que no quepan dudas, me siento en la obligación de aclararles que allí debe mimarse hasta la última piedra, incluyendo por supuesto a la estatua del marqués. Aunque, como una cosa es la conservación del patrimonio material y otra la historia, también debo seguir contándoles cosas sobre el que fue uno de los artífices de nuestra industrialización, cuyo nombre recuerdan con agradecimiento muchas familias que trabajaron en sus minas. Otras no.

Es sabido que el segundo marqués de Comillas dedicó parte de su vida y de su inmensa fortuna a luchar contra ateos y marxistas y también en menor medida contra la masonería, pero apenas se conoce que siguiendo la tradicional obsesión que en este país ha unido a espadones, sotanas y monarquía contra los mismos enemigos, el aristócrata fue uno de los impulsores del rechazo a los judíos, que tan nefastas consecuencias trajo pocos años después en otras partes de Europa.

Hace muy poco, el gobierno de Mariano Rajoy decidió modificar el Código Civil para conceder la nacionalidad española a los sefardíes. Se llama así a los judíos que en 1492 fueron expulsados de España por los Reyes Católicos y a sus descendientes, que tomaron su nombre de Sefarad, la denominación bíblica que los hebreos dan a esta patria. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el número de los que salieron -50.000 para los más estrictos y 200.000 para los generosos- pero ahora ya son más de tres millones y medio y no sabemos cuántos van a aprovechar la medida, aunque al parecer las peticiones ya están bloqueando los consulados españoles de Tel Aviv y Jerusalén, las dos ciudades que cuentan con mayor número de estas familias.

Cuando se marcharon, casi con lo puesto, muchos se dirigieron a Portugal, pero cinco años más tarde también fueron obligados a salir de allí y se repartieron por Holanda, el sur de Francia, Italia y el norte de África, sobre todo en las principales ciudades de Marruecos donde convivieron con las comunidades hermanas que ya estaban allí radicadas, aunque procurando no mezclarse con ellos, puesto que por su procedencia y su cultura se consideraban superiores.

En consecuencia, casi no hubo matrimonios mixtos y el idioma español les sirvió para marcar diferencias. Por eso lo han conservado hasta nuestros días, enriqueciéndolo con las palabras más comunes que inevitablemente se empezaron a decir en hebreo o árabe, según las zonas. El antiguo Imperio Otomano, enemigo tradicional de la monarquía española, fue otro de sus destinos, desde Bosnia hasta Siria y sobre todo en Estambul, el lugar donde esta lengua a la que llaman "ladino" tuvo y todavía tiene más implantación.

A principios del siglo XX, cuando el poder económico del marqués lo convertía en uno de los apoyos fundamentales del Estado, algunos grupos de sefardíes decidieron que su exilio debía terminar e iniciaron el camino de vuelta a casa, incluso a veces con la llave que sus antepasados habían conservado, como se ha recordado en muchas ocasiones. La estrella de David volvió a brillar en las grandes ciudades españolas y en Sevilla, Barcelona y Madrid se abrieron sinagogas.

En principio no hubo problemas y algunas autoridades municipales se personaron para dar su apoyo a la inauguración de la de la capital, en un piso de la calle del Príncipe, pero pronto saltó la reacción desde el rincón más oscuro de la Iglesia católica: la revista de la orden agustina La ciudad de Dios no tuvo inconveniente en publicar una serie de artículos firmados por el padre Florencio Alonso con el elocuente título de "La dominación judía y el antisemitismo", en los que se defendía abiertamente el carácter nocivo de los hebreos y la necesidad de marginarlos de una sociedad sana, sumándose así a los movimientos racistas que se estaban desarrollando por toda Europa.

También el sector más conservador de los intelectuales se unió a esta idea desde la Universidad Pontificia de Salamanca. Allí, un catedrático llamado Joaquín Girón llegó a calificar a los sefardíes de "lepra inmunda" con el aplauso de otros profesores que no dudaron en reivindicar la expulsión de los Reyes Católicos como uno de los hitos memorables de nuestra historia, pidiendo su repetición. Para echar leña al fuego, los escaparates de las librerías se llenaron de libelos en los que se culpaba a los judíos de los males que acababan de sacudir la conciencia de los españoles tras la pérdida de las colonias y religiosos y carlistas compitieron en el arte de la barbaridad para denostar a unas gentes de las que lo desconocían todo.

En este ambiente nació en 1912 la Liga Nacional Antimasónica y Antisemita, fundada por el sevillano José Ignacio de Urbina para defender y fomentar sin disimulos el odio a los dos grupos, que de esta manera -sin ninguno vínculo real que los pudiese relacionar- aparecieron unidos una vez más ante el público en el lado del Diablo.

No se crean que esta organización se debió a un mal día o al capricho de un grupo de exaltados. Veintidós obispos le dieron su apoyo y para ello emplearon un medio de expresión que se difundía en el ámbito católico: El Previsor, el órgano de la propia Liga, dirigido por su fundador y desde el que se pedía a los patronos que mirasen con lupa los antecedentes y la sangre de sus trabajadores y a los compradores que solo se acercasen a aquellas empresas católicas que estuviesen al margen de influencias masónicas o judías.

El Previsor estuvo entre las publicaciones del Patronato Social de Buenas Lecturas, junto a La Cultura Popular, Pan y Catecismo, La Buena Prensa y el Buen Libro, El Fraile y la Revista Católica de la Publicaciones Sociales y detrás de todas ellas estuvo la cartera de don Claudio López Bru.

La última fue la más importante y la que perduró más tiempo. La fundó el propio marqués y eligió como director -lo han adivinado- al antisemita José Ignacio de Urbina. Contaba con su propia imprenta y era mensual. Estuvo dirigida al clero, a los capitalistas, a los patronos y especialmente a los obreros para enseñarles la doctrina social que impulsaba desde Roma el Papa León XIII, con el objetivo de que estos se animasen a participar en los círculos católicos y los sindicatos paternalistas que pudiesen frenar la ola anarquista y socialista que se podía llevar por delante todo el sistema.

A la vez se convirtió en el medio donde los teóricos carlistas y los caciques conservadores expresaban su punto de vista sobre la sociedad, juntando sus actividades políticas a la información sobre actos doctrinales, informaciones sobre el movimiento social católico, crónicas de la actividad católica internacional e incluso textos legales sobre el mundo del trabajo.

La mayor parte de estas revistas formaron parte de las lecturas que se difundieron entre los trabajadores de la Sociedad Hullera Española de aquellos años y por ello no es extraño que todavía puedan encontrarse en algunas casas. Si llegan a sus manos no se sorprendan al leer historias sobre las maldades y los supuestos infanticidios de los judíos y tampoco dejen de comprobar el precio que alcanzan actualmente en el mercado del coleccionismo.