Seguro que muchos de ustedes han leído en su juventud algo de José Luis Martín Vigil. No en vano, en los primeros años 70 fue el novelista con más ventas de España y supo mantenerse muchos años en las librerías con reediciones constantes. Martín Vigil nació en Oviedo en 1919 y falleció en Madrid en 2011. Como ven, tuvo una larga vida, lo que le permitió conocer el éxito y el olvido progresivo cuando los tiempos fueron cambiando y la escritura que en un momento se consideraba rompedora y avanzada empezó a amarillear y volverse ñoña. Eso seguramente le ayudó a pasar una vejez más tranquila, porque cuando los detalles de su vida privada empezaron a hacerse públicos ya no era famoso y así se pudo ahorrar desazones y escarnios.

Don José Luis había sido jesuita hasta 1957 y homosexual siempre, condición esta última que era conocida por muy pocos, lo que permitió que sus obras se recomendasen en los colegios de curas, dando por hecho que los motivos que había tenido para colgar la sotana eran de índole más espiritual. Sin embargo, parece que en su ambiente todos sabían con quien alternaban.

Así lo contó el también escritor Luis Antonio de Villena, que lo trató hasta sus últimos días: "al filo de la muerte de Franco -en 1975- entré en un bar gay de Madrid (eran pequeños y discretos, pero los había) y lo vi allí -primera hora de la noche- hablando e invitando a chicos jóvenes que yo conocía. Aquella vez nada dije, pero como su presencia se repetía, les pregunté a los chicos si sabían quién era aquel señor. "Claro -me contestaron- es cura y le llaman La Perejiles". Pero esta circunstancia no es importante para el tema que hoy queremos tratar, así que lo dejamos aquí para pasar a lo que nos interesa, que es una historia escondida en uno de sus libros.

Su obra fue bastante extensa. Los mayores éxitos llegaron pronto: "La vida sale al encuentro", "Los curas comunistas", "Un sexo llamado débil", "Una chabola en Bilbao" o "Sexta galería". Luego vinieron "Sentencia para un menor", "La droga es joven", "Una comuna en Madrid" y por último otros títulos que seguramente ya les sonarán mucho menos como "El sexo de los ángeles" o "Ganímedes en Manhattan".

"Sexta Galería" como habrán deducido toca el ambiente del carbón. Para Luis Antonio de Villena no es más que "una novela de muchachos "bien" de Oviedo que se van en verano a trabajar a una mina para tratar a los mineros hasta que ocurre un derrumbe". Sin embargo, con más aprecio, todavía hoy en la página web de la librería "Cervantes" se puede leer que "refleja fielmente los dramas, las aspiraciones, la gran humanidad de los mineros, a los que presenta tal como son, despojados de posibles mitos".

No sé si es para tanto, pero lo que está fuera de duda es que el autor se esforzó en documentarse antes de sentarse a escribirla y buscó bien a quienes lo ayudaron a conocer términos e interpretar esas situaciones que solo asumimos en nuestras cuencas. En la dedicatoria de la novela aparecen sus nombres: el minero Pedro Santervás, que había vivido una experiencia parecida a la que se cuenta en el argumento y César Rubín, el mejor guardián que ha tenido nunca el lenguaje del carbón.

No me extrañaría que hubiese sido Rubín, a quien recuerdo como generoso y excelente conversador, quien le contó a Martín Vigil la historia que recrea en el capítulo VII de "Sexta galería". El tiempo es la Revolución de Octubre de 1934 y en él relata la ejecución de un cura -don Floro- definido por el autor como un buen hombre "del que todo el mundo sabía a lo largo de la cuenca que repartía lo suyo con los pobres, no saliendo bien librado del reparto".

En la narración, don Floro, que se esconde de los revolucionarios, es detenido en su huida al confundirse de caserío; luego una partida formada por seis hombres y tres mujeres lo obligan a caminar llevando al hombro pico y pala desde Ablaña, por La Pereda, camino de Loredo, encabezados por un tal Lucio, sujeto mal encarado, con barba de varios días, que empuña una escopeta y se enfrenta verbalmente a uno de los protagonistas cuando se interesa por el destino del detenido.

Más tarde, otro personaje -Leandro- puede presenciar desde el lado de Vaiña (escrito con uve por el autor) como don Floro es obligado a cavar su propia sepultura: "le pareció que se desmayaba por momentos, pero vio que era reanimado a empujones y gritos. El escopetazo retumbó de monte en monte. Apresuradamente le echaron tierra encima y desfilaron todos cabizbajos".

Pues bien, este desgraciado episodio sucedió así verdaderamente, con pocas variaciones, y su protagonista fue el párroco de La Rebollada, don Lucio Fernández Martínez. Les resumo a continuación como se desarrollaron los hechos, para que los comparen con la versión novelada.

La fatalidad quiso que don Lucio llegase a su parroquia en la tarde del 4 de octubre de 1934 después de haber visitado a su madre, que vivía en Tineo. Como saben, aquella misma noche se inició la revolución de Asturias con la consiguiente persecución a los religiosos y tuvo que escapar apresuradamente. Pasó los dos primeros días escondido en casa de unos familiares hasta que a las diez de la noche del día 7 decidió intentar el paso por el monte hasta León, pero le pudo la fatiga y se refugió en casa de una conocida donde fue localizado por los insurrectos que lo condujeron hasta Ablaña.

Allí estaban en la pequeña capilla de San José otros detenidos de los alrededores que más tarde atestiguaron como se le dio efectivamente un pico y una pala interrogándole sobre el lugar en que quería ser ejecutado. Él respondió que en su parroquia de La Rebollada y entonces lo llevaron en sentido contrario hasta el cementerio de Loredo rodeando un tramo por la vía minera de la empresa Hulleras de Riosa utilizaba entre La Pereda y La Foz.

Ya en el camposanto le hicieron cavar lo suficiente para marcar su fosa y tras obligarlo a echarse le dispararon cuatro tiros en la cabeza, al parecer con diferentes armas. Un epílogo conocido del suceso llegó cuando el principal ejecutor del hecho se acercó en Ablaña a saludar a la mujer de González Peña y esta lo rechazó con estas palabras: "¡Quítate de ahí, que manchas!".

La muerte de don Lucio se sumó a la de los otros religiosos que fueron asesinados simplemente por el hecho de serlo, aunque en este caso la crueldad añadida hace suponer que también tuvieron algo que ver los enfrentamientos que el sacerdote había tenido previamente con una parte de sus parroquianos a cuenta de lo que el diario socialista Avance había calificado el 14 de febrero de aquel 1934 como "magnífico negocio del cementerio que le ha proporcionado fabulosas cantidades de leandras".

Se trataba del conflicto suscitado entre el párroco y el Ayuntamiento a propósito de la necrópolis de La Rebollada, después de que el verano anterior la Corporación de Mieres le hubiese dado un ultimátum comunicándole que si en el término de cierto número de días no presentaba título que acreditase su propiedad quedaba exento total de derecho y mando como propietario en el cementerio.

Al parecer, transcurrió aquel lapso de tiempo fijado sin que don Lucio presentase ningún documento que acreditase la propiedad de la Iglesia y al comunicarle que quedaba excluido de su privilegio y que se le prohibía mezclarse en asunto tan transcendental, el sacerdote había reaccionado movilizado a sus partidarios para que recogiesen firmas a su favor, con el consiguiente malestar de los otros vecinos no afines al mismo sentimiento religioso.

Ya sé que muchas veces es desagradable remover estas cosas, pero para entender la historia no debemos callarnos nada. Cualquier detalle, por nimio que parezca, es una pieza más en nuestro puzzle. Lo que se me escapa son las razones que tuvo Martín Vigil al elegir el nombre de la víctima real -Lucio- para bautizar al asesino de su novela.