Luisito Suárez, el Von Karajan de La Coruña, por Toni Fidalgo

Luis Suárez y Toni Fidalgo

Luis Suárez y Toni Fidalgo / Toni Fidalgo

Toni Fidalgo

Toni Fidalgo

Cuesta entender por qué Luis Suárez (Luisito Suárez para los cronistas de su tiempo y en los últimos años Luis Suárez Miramontes para no confundir con otros homónimos del presente) no ha sido suficientemente valorado o ha pasado casi inadvertido por críticos y aficionados. Cuesta entender que nuestro único premio Nobel masculino del pelotón ("Balón de Oro" 1960), tal vez el mejor futbolista parido en España, se nos haya ido sin el suficiente reconocimiento. Por ello, yo, que le traté y admire largamente, quiero rendirle aquí, en modesta compensación, un último homenaje de consideración y cariño.

Decía de Luisito Suárez Arsenio Iglesias, el Bruxo de Artexio, que era elegante hasta para atarse las botas, y es verdad que el estilo, la manera sutil de moverse en el campo, el toque sedoso, los desplazamientos precisos, la armonía de su juego y la finura de sus lanzamientos podían explicar su juego. Lo explicaban, sin duda. Pero que no se quede ahí el personal, que no lo entienda como una estética que no tuviese trascendencia en el desarrollo del juego y en el resultado de la confrontación deportiva. Era un futbolista de impacto, entraba por los ojos, cautivaba a sabios y entendidos. Al abuelo Samitier se le soltó la lengua nada más verle en el campo. "Este niño va a hacer historia en el fútbol español". Para Pedro Escartín, que tenía todos sus ojos en Alfredo Di Stéfano, aquel futbolista contaba con una mira telescópica. El tratadista Menotti, por su parte, le comparaba con Beckenbauer. Contaba Suárez, decía el maestro argentino, con un espejo retrovisor como lo coches, y era capaz de elegir siempre los espacios libres, esquivando el tumulto y el choque. Un esteta en la mitad de la refriega y el barro. Porque aquellos eran tiempos duros: los futbolistas no se movían por las alfombras de los estadios actuales, los referees administraban justicia con mucha condescendencia y los intérpretes del espectáculo se manifestaban con una indudable brusquedad. Tiempos, sin embargo, aquellos de los años sesenta en los que hubo en nuestros campos de juego, nacionales y extranjeros, una extraordinaria concentración de figuras. Y allí, en aquel medio hostil y competitivo,se exhibió el mejor malabarista gallego.

Alguien ha dicho tratando de definir su figura que era una mezcla de Xavi Hernández y Andrés Iniesta. Personalmente creo que no era inferior a ninguno de los dos. Para gustos hay peloteros, y es difícil comparar épocas y futbolistas, pero hay algunas características en las que el gallego incluso les superaba. Tenía mejor administración del juego, técnicamente no les iba a la zaga y, a pesar de jugar más atrasado y como lanzador, facturaba todas las temporadas una docena larga de goles, registros que no estaban al alcance de los dos barcelonistas.

Luis Suárez recaló en el Barça en 1958 y durante los ocho años que duró su singladura blaugrana vivió un tiempo glorioso y a la vez kafkiano, surrealista, una relación de amor-odio con la afición culé casi imposible de descifrar. Le admiraban, pero no le querían. Le pitaban por norma y callaban obsequiosos ante el despliegue armonioso de la ingeniería del gallego. ¿Cuál era el misterio, la clave de este embrollo, de este galimatías? Pues, un problema de psicología social. Los aficionados iban al campo a deleitarse con Ladislao Kubala, su mito rubio, y se encontraban con un muchachito de La Coruña al que Helenio Herrera, su entrenador, le daba los galones que a juicio del tendido del 7 le correspondían a su ángel de la guarda. H.H. entendía que el jugador húngaro, ya en decadencia, frenaba el juego y el tempo del equipo y que Luisito le ponía la velocidad, el ritmo y la variedad que necesitaba. Suárez cumplía su octava temporada en Barcelona. Había contribuido a darle las Ligas del 62 y 63 –repárese, frente al Madrid pentacampeón– dos títulos de Copa y un par de entorchados de la UEFA (entonces de Feria), pero se venía de la depresión de haber perdido la Copa de Europa en Berna, frente al Benfica, y aquello aceleró el que se deshiciera ya definitivamente aquel matrimonio (afición-jugador) de imposible convivencia. El mago Helenio –pionero en tantas facetas del juego– que ya ejercía en Milán, se lo llevó al Inter como director de orquesta, eso sí a cambio de pagar los millonarios Moratti el mayor traspaso de la época. El Barça, tieso de pelas, pudo culminar la operación de Les Corts y abrochar así la mejor plusvalía de su historia. Total, y como diría años más tarde el propio interesado desde Milano: "Tutticontenti.". Y ya se sabe que aquel fichaje propició la formación de la grande squadra del Internazionale, el equipo que dominó la Europa futbolística y planetaria de los mediados sesenta.

Haciendo ya un último balance de la figura de este gallego universal hay que apuntar en su haber algunas conclusiones definitivas. Jubiló a Kubala en el Barça, destruyó al mejor Real Madrid de las cinco Copas de Europa en el Prater de Viena y mandó también prematuramente al ERE a Angelillo, la figura de los nerazzurri cuando él llegó al entonces San Siro.Ya hemos dicho que Helenio Herrera le dio la dirección de orquesta de la Scala, del gran Internazionale,y que Luisito Suárez, el Von Karajan de la Coruña, llegó a ser en aquel teatro el más amado de los negriazules, hasta convertirse en su santo y seña e, incluso retirado, en una especie de venerado antipadrino, Don Luigui, entre entrenadores, directivos, accionistas y tifosi. Le avalan ocho temporadas en el Barça, nueve en el Giuseppe Meazza y tres de regalo en la Sampdoria genovesa. Nunca quiso renunciar a la nacionalidad española, y mira que lo intentaron los italianos, y como tal, como orgulloso español puede presentar en su hoja de servicios el único balón de oro ya reseñado –62 años de espera y orfandad– y haber abiertotambién la puerta de Europa a la Roja, con el título continental del 64. Por gajes del oficio y rivalidad competitiva, siempre en el subconsciente tuvo una antipatía blanca, que no pudieron doblegar ni las insistentes demandas de Alfredo Di Stefano, su compañero en la selección ("che,vení a la capital, gallego"). Y tampoco se libró nunca de un resquemor hacia los blaugrana, aunque llegase a regalar su trofeo de oro al museo de Camp Barça. "Se pusieron muy pesados todos los presidentes y terminé por ceder. Ahí tenéis el baloncito". El anciano don Luigui hablaba con soltura el idioma de Dante, aunque él siempre se expresaba con el deje, la entonación y la melodía gallega. Y con el sentimiento de su tierra. "¿Que si existe la morriña? Yo sólo sé que tengo la necesidad de pasar todos los años por La Coruña". Se murió al borde los 90 también pensando en Galicia. "No veré ya la hora en la que el Deportivillo vuelva a primera".

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