Un entorno único y abandonado

Una torre en la Toscana

El escritor Miguel Barredo con Beatriz Monti

El escritor Miguel Barredo con Beatriz Monti

Miguel Barrero

Miguel Barrero

Los escritores somos tan exigentes que sólo le pedimos a la vida tiempo y calma. La calma propicia que afloren las ideas, que se manifiesten tímidas o dubitativas al principio y se consoliden poco a poco, igual que el sol se asoma tras los montes al final de la noche y echa un vistazo antes de consumar el espectáculo del amanecer. El tiempo se revela imprescindible para desbrozar un sendero de palabras que, con mejor o peor fortuna, conduzca hacia esa luz imprevista sin temor a detenerse en los meandros, a extraviarse en desvíos secundarios, a olvidar el rumbo inicial, claro y preciso, y emprender otro más errático en el que acaso acechen más sombras que certezas, pero cuyo trazado se antoja más interesante. Ni el tiempo ni la calma abundan en la vida. Como todo lo importante, cuesta conseguirlos. Como todo lo imprescindible, acostumbran a verse relegados por la dictadura de lo urgente, por las prisas de lo impostergable, por la lógica perversa de lo utilitario.

Cuando Beatrice Monti della Corte me escribió para invitarme a pasar unas semanas escribiendo en su residencia de la Toscana, lo hizo de un modo tan generoso y entusiasta que resultaba imposible resistirse, pero lo que realmente me animó a aceptar fueron las palabras con las que Alberto Manguel me recomendó la experiencia: "Podrás escribir entre los cedros florentinos y saborear platos exquisitos". Los escritores nos llevamos bien con los árboles, porque nos regalan la armonía del silencio, y tenemos la costumbre de comer al menos dos o tres veces al día, a ser posible bien. La perspectiva era tan paradisiaca que en algún que otro momento llegué a pensar que todo era una broma o una exageración bienintencionada. No podía existir en todo el mundo un lugar como aquél, un reducto en el que las preocupaciones quedaban desterradas y donde la vida y la literatura eran las únicas tareas a las que cabía encomendarse.

Llegué a Santa Maddalena a primeros de marzo y la abandoné cuando comenzaba a languidecer el mes, unos pocos días antes de que mi magnífica anfitriona celebrara su cumpleaños en pleno advenimiento de la primavera. Cuando me instalé, llevaba en la maleta unas galeradas por corregir y guardaba en el ordenador un archivo deslavazado con unas cuantas páginas de lo que quizá algún día podría llegar a ser una novela. Cuando hice el equipaje para irme, las pruebas de imprenta eran ya un libro en ciernes y aquellos párrafos titubeantes se habían modelado hasta convertirse en un primer borrador. En un par de semanas llevé a cabo el trabajo que en circunstancias normales -es decir, con el tiempo tasado y la calma restringida a unas pocas horas diarias- me habría ocupado durante dos o tres meses. Beatrice Monti della Corte resultó ser una mujer con una cultura vastísima y una vida trepidante, una magnífica conversadora, una tutora atenta dotada con la sabiduría que se requiere para concitar a su alrededor a un puñado de personas hermosas -Edoardo, Nayla, Rasika, Manjula, Tonino- y forjar en pleno bosque un paraíso a salvo de las inclemencias del mundo, un locus amoenus donde la esencia, por una vez, consuma su triunfo frente a lo circunstancial. Me instalaron en una torre medieval que seguramente ya existía cuando Dante puso el punto final a su Commedia y Petrarca llevaba la cuenta de los endecasílabos que compondrían sus sonetos, y me habilitaron un estudio en el que, según supe luego, Emmanuel Carrère había perfilado algunas de las páginas de Le Royaume. Era, por así decir, mi cuartel general, pero procuré merodear para obedecer una de las consignas que me dieron a mi llegada: "Escribe en todos los lugares de la casa que puedas". Igual que un remedo contemporáneo de los personajes de Boccaccio, o como una voluntariosa caricatura de Montaigne, me dediqué a fabular en la misma mesa a la que se sentaba Bruce Chatwin para escribir sus libros de viajes, tomé notas en mis libretas sentado en cualquier banco del jardín y dejé pasar unas cuantas horas en el despacho que Gregor von Rezzori -al que en Santa Maddalena todos aprendemos a referirnos como Grisha- solía ocupar en el granero. Pero no todo fue escritura a lo largo de mis apacibles días toscanos: me enfrasqué en libros que llevaban tiempo relegados, me perdí un par de veces en el bosque que rodeaba la propiedad e hice amistad con CloClo y Pushkin, dos maravillosos seres peludos que, junto a los pájaros cuyos cantos arrullaban mi despertar cada mañana, ratificaron mi convicción de que los animales y las plantas son las encarnaciones más sofisticadas y sinceras de la divinidad.

Una noche, mientras cenábamos, le pregunté a Beatrice el porqué de todo aquello. Me contó que, poco antes de morir, su marido le hizo una petición: "No te conviertas en una viuda triste". Ella decidió entonces convertir las tierras que ambos habían adquirido en la Toscana en un hogar temporal para escritores itinerantes, un reino de palabras en el que crepitan las historias al calor de la chimenea y los ecos de la memoria se confunden con el murmullo de la imaginación. Un remanso de tiempo y calma donde el silencio y la belleza propician la gestación de ideas nuevas, un paraíso terrenal en el que aquí y allá se intuyen senderos vírgenes, caminos inciertos y umbríos por los que uno intuye que valdrá la pena caminar.

Suscríbete para seguir leyendo