Cómo acabar con la auténtica máquina del fango: lo que quizás no quieras leer sobre la revolución digital que nos gobierna

La revolución digital, impulsada por la inteligencia artificial, infecta la democracia de discursos de odio y mentiras, pero también se ha convertido en un cáncer económico que abarata los salarios, lleva a máximos la desigualdad y expulsa al ser humano del mercado laboral. Esta es la alerta que lanza en su último libro el prestigioso economista Daron Acemoglu, quien postula que hay otro camino tecnológico hacia un progreso que respete al ser humano

Cómo acabar con la auténtica máquina del fango

Cómo acabar con la auténtica máquina del fango / E. L.

Eduardo Lagar

Eduardo Lagar

El escritor inglés Charles Dickens fijó en el imaginario colectivo la imagen del mundo mugriento y despiadado de la revolución industrial del siglo XIX: huérfanos oliverianos, famélica legión de obreros grises bajo un cielo trazado por chimeneas y nuevas máquinas que los habían transformado en carne de cañón laboral.

Bien. Pues vuelve Dickens. Aquellos "tiempos difíciles" que dibujó el autor más leído de la época victoriana están aquí otra vez.

Volvemos a estar a merced de la automatización, los salarios se abaratan, la riqueza se acumula en manos de unos pocos tecnodioses, disparando la desigualdad al extremo, y el ser humano vuelve a ser un organismo laboralmente residual, fagocitado por una revolución digital motorizada por la inteligencia artificial.

Esta es la seria advertencia que, a contracorriente, lanza el economista Daron Acemoglu (Estambul, 1967), catedrático de Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y "rock star" de la Economía. Alcanzó Acemoglu notoriedad mundial con su anterior best seller "Por qué fracasan los países" (2012). Aquel trabajo fue una de las lecturas preferidas de Mark Zuckerberg, fundador de Facebook y ahora dueño también de Instagram y WhatsApp. Puede que al magnate digital no le entusiasme el último trabajo del autor de origen turco, a quien muchos consideran un claro candidato al Premio Nobel. Se titula "Poder y progreso" (Ed. Deusto) y está escrito a medias con Simon Johnson, también economista del MIT. En "Poder y progreso", Johnson y Acemoglu se preguntan en qué consiste la segunda palabra del título y, en concreto, si la revolución tecnológica que estamos viviendo se puede llamar realmente progreso si entendemos esta palabra como la creación y un reparto de riqueza que nos haga más felices a todos.

Y a esa cuestión dan una respuesta que entierra el paradigma del tecno-optimismo, la creencia en el "solucionismo" digital. Es decir, que las nuevas máquinas lo pueden todo. Como si se pudiera ordenar al ChatGPT "arregla el mundo" ya solo fuera cosa de esperar a que terminase de cocinar la solución.

Elegimos lo peor

Por el contrario, Acemoglu y Johnson argumentan que el uso de las tecnologías digitales ha tomado el peor de los caminos posibles. Se ha orientado a una automatización implacable que expulsa del mercado laboral a millones de personas, está provocando una caída de los salarios y, por si esto fuera poco, promueve un sistema de vigilancia universal que fortalece a los regímenes autoritarios y erosiona gravemente a los democráticos. Y todo bajo la creencia universalmente aceptada de que ese es el único camino posible. Esta es la verdadera "máquina del fango" a la que alude el presidente Pedro Sánchez, quien, por cierto, no acudió a los cauces institucionales para anunciar que se iba de "ejercicios espirituales" de cinco días sino que colgó su enamorada carta de la red social antes conocida como Twitter, una de las fuentes más prolíficas de fango pues, como todas esas plataformas, funciona con el combustible de los datos generados por la participación de sus usuarios. Y la participación –así es el animal humano– se incentiva a través de las conversaciones polarizadas.

"Podría decirse que el proceso por el que se espera que la introducción gradual de las herramientas informatizadas, automatizadas y robotizadas reduzca el papel de la mano de obra es similar al proceso por el que la introducción de los tractores y otra maquinaria primero redujo, y después eliminó por completo, a los caballos y otros animales de tiro en la agricultura". Esta predicción tiene nada menos que 41 años y la hizo Wassily Leontief, premio Nobel de Economía en su libro "Avances tecnológicos, crecimiento económico y la distribución de los ingresos". Acemoglu encabeza con ella el capítulo titulado "Víctimas digitales" del libro "Poder y progreso", donde detalla cómo la mano de obra humana lleva camino de convertirse, si no lo remediamos, en algo innecesario para la producción moderna de bienes de consumo: el caballo del siglo XXI. Pero podemos frenarlo, insiste Acemoglu. No es un ludita. No quiere destruir los nuevos telares. Defiende la tecnología. Pero uno de los mensajes que repite a lo largo de todo el volumen es que, contra el relato que llueve desde Silicon Valley, otro uso tecnológico es posible. Haciendo política –en el sentido de intervenir en las reglas del juego de la cosa pública– se puede conseguir que avasalladores desarrollos como la inteligencia artificial, en vez de aspirar a reemplazarnos por completo, sirvan para potenciar las habilidades del ser humano a la hora de solucionar nuevos problemas.

Frikijipis y friedman

Acemoglu rastrea en qué momento se torció todo: por qué la tecnología ha adoptado "una actitud tan hostil con la mano de obra". Por qué la visión de los pioneros informáticos de los años 60 y 70 –aquellos frikijipis que trasteaban en sus garajes californianos– "se ha transformado en un proyecto que defiende la automatización y el desmantelamiento del poder de los trabajadores". Esta es la respuesta de Acemoglu: todo se lo debemos a Milton Friedman y otros teóricos de la economía neoliberal.

La doctrina Friedman dice que las grandes empresas que ganan mucho dinero son las heroínas de la sociedad y que los ejecutivos tienen un único mandamiento: aumentar los beneficios para alimentar al accionista. Y así cualquier acción para ganar dinero está justificada porque aumentar beneficios "redunda en el bien común".

Acemoglu subraya que, en el caso estadounidense, hasta los años ochenta y desde el final de la II Guerra Mundial "el reparto de los beneficios derivados de la productividad entre empresa y trabajadores era uno de los pilares fundamentales de la prosperidad posterior a 1945". "Aquella bonanza" fue posible gracias a dos factores. Uno es "el poder de negociación colectiva para que las empresas pagaran sueldos más altos". Y, dos, fue gracias a "las normas sociales que pedían repartir los beneficios del crecimiento e, incluso, a las ideas que hablaban de un capitalismo del bienestar".

Pero llegó Friedman y rompió la baraja del New Deal. "Un buen CEO (consejero delegado) no tiene por qué pagar sueldos más altos. Su única responsabilidad social es la que ha contraído con los accionistas". Ahí comenzó este largo eclipse del "poder de los trabajadores". Ahí fue cuando el trabajo del ser humano empezó a convertirse en un coste que hay que reducir constantemente en vez de considerarlo un recurso empresarial. La semilla de este giro la encuentra Acemoglu en el nacimiento de las escuelas de negocio que "en los años setenta marcaron el inicio de la profesionalización de los cuadros directivos". Este ha sido el efecto: "Los directivos de EE UU y Dinamarca que no tienen un MBA (máster en gestión de negocios) comparten con sus trabajadores alrededor del 20% de cualquier valor añadido. Entre los ejecutivos formados en las escuelas de negocios el porcentaje es igual a cero", escribe Acemoglu. La visión neoliberal de la fuerza laboral lleva directamente a la automatización como forma de reducir el coste que supone emplear al ser humano.

Los anarco-ricos

El tránsito de un modelo a otro necesitó también que aquellos emprendedores digitales con sudadera de capucha y "ética hacker" comenzaran a pensar de otra manera. En ello, incide Acemoglu, tuvo mucho que ver "la búsqueda de riqueza y poder social". En los años 80, aquellos jóvenes reacios a la autoridad tuvieron que elegir entre mantenerse fieles a sus ideas cuasi anarquistas o "amasar una tremenda fortuna trabajando en empresas tecnológicas que cada vez eran más grandes y poderosas". La elección está a la vista: la suma de Google, Facebook, Apple, Amazon y Microsoft supone hoy una quinta parte del PIB de Estados Unidos. Las cinco empresas más grandes de comienzos del siglo XX –cuando monopolios como el de Standard Oil se convirtieron en una preocupación del Gobierno y decidió romperlos– "no era superior a una décima parte del PIB", apunta Acemoglu.

Los frikijipis se transformaron en tecnodioses. Y así fue como "la disrupción por sí misma se impuso frente al antiautoritarismo original". Aquellos genios de la programación empezaron a tener "la misma mentalidad típica de los emprendedores británicos de comienzos del siglo XIX, quienes consideraban plenamente justificado ignorar los daños colaterales que sus decisiones pudieran causar, sobre todo entre la clase trabajadora". Visto así, el mantra de Facebook que acuñó Zuckerberg –"Muévete rápido y rompe cosas"– suena bastante aterrador.

Se hicieron ricos, inmensamente ricos. Ricos como nadie lo había sido nunca. Pero no solo eran ricos. También eran superiores. La mayoría de los seres humanos se les aparecían como organismos propensos al error. Pero ellos, los ingenieros, eran los tutores de la máquina que movía un mundo. En adelante, ellos enarbolarían la antorcha del interés general. Por eso los controles de los gobiernos y otros poderes "tradicionales" –como el del imperio de la ley– sobraban en el universo moral de Silicon Valley.

Los magos de la programación de algoritmos eran (son) los portadores de una "visión elitista", afirma Acemoglu. Pensaban (piensan) que "la mayoría de las personas no eran tan inteligentes como para destacar en las tareas asignadas, por lo que utilizar los programas diseñados por los nuevos líderes tecnológicos para reducir la dependencia de esos falibles seres humanos estaba plenamente justificado. Así, la automatización del trabajo se convirtió en una parte integral de su visión y, quizá, en su consecuencia más poderosa". Acemoglu cree que "La máquina del tiempo", la novela de H. G. Wells, es la distopía que realmente explica el tipo de sociedad hacia al que caminamos. Cuando el protagonista viaja al futuro, se encuentra una sociedad dual donde los Morlocks, una minoritaria raza subterránea, ha convertido a los incautos Eloi, que viven despreocupados en la superficie, en su fuente de alimento. "Nuestra sociedad se ha dividido en dos capas. En la de arriba están los grandes magnates, quienes están convencidos de que han ganado su fortuna con su increíble genialidad. En la de abajo tenemos a las personas normales, a quienes los líderes tecnológicos ven como seres propensos al error, listos para ser reemplazados. Cuando la IA vaya penetrando en los distintos ámbitos de las economías modernas, cada vez será más probable que los dos niveles se distancien todavía más".

La automatización –unida a la globalización– arrinconó y abarató el kilo de ser humano a partir de los años 90. Pero los resultados económicos de este despliegue tecnológico, insiste Acemoglu, no son ni mucho menos tan buenos como nos los vende el relato siliconiano. Al respecto, el autor de "Poder y progreso" cita las palabras de otro Nobel de Economía, Robert Solow, escritas en 1987: "Puedes ver los efectos de la era de la informática en todas partes, salvo en las estadísticas de productividad". Y el economista turco asentado en EE UU añade: "Los optimistas de la revolución informática le dijeron a Solow que debía ser paciente, que el aumento de la productividad no tardaría en llegar. Pero ya han pasado más de treinta y cinco años y todavía estamos esperando. De hecho, tanto EE UU como la mayoría de las economías occidentales han vivido algunas de las décadas más mediocres en términos de crecimiento de la productividad desde el comienzo de la Revolución Industrial". Y remata: "A pesar de todos esos datos, los líderes tecnológicos sostienen que deberíamos sentirnos afortunados por estar viviendo estos tiempos de tecnología e innovación".

Destruidos por la IA

En "Poder y progreso" se califica a la inteligencia artificial (IA) como "la madre de todas las tecnologías inapropiadas" pues su universalización supone la destrucción de millones de empleos, especialmente entre los trabajadores menos cualificados y sin que se desarrollen nuevas tareas que suplan esa destrucción de puestos de trabajo. También agudizará la polarización económica mundial. Esta tecnología, intensiva en capital y liberada de la necesidad de mano de obra, arrinconará todavía más a los países menos desarrollados. Pero hay más. Como consecuencia de la recopilación masiva de datos, imprescindible para que estas máquinas inteligentes funcionen, se extenderá y profundizará la vigilancia sobre los ciudadanos.

En el ámbito laboral, sin duda. Acemoglu cita el ejemplo de Amazon –cuyo modelo de trabajo se implantará próximamente en Asturias con la nueva plataforma logística de Bobes– y cómo el gigante logístico creado por Jeff Bezos recopila "una cantidad ingente de datos sobre los repartidores y los empleados de sus almacenes, que después combina con distintos algoritmos para reestructurar el trabajo de un modo que incrementa el rendimiento y reduce las disrupciones". Amazon es el segundo generador de empleo en EE UU y paga, destaca Acemoglu, mejores salarios mínimos que otros empleadores como Wallmart. "Pero hay una razón por la que los empleos en Amazon no pueden considerarse un buen trabajo. Los empleados deben atenerse a unas rutinas estrictas y aceleradas, además de aceptar que monitoricen su actividad constantemente para comprobar que sus descansos no son ni demasiado largos ni demasiado frecuentes y que realizan el esfuerzo requerido en todo momento". Citando a un abogado laboralista que defendió a empleados de Amazon en EE UU, Acemoglu escribe: "Los tratan como si fueran robots". Esta situación no solo es degradante. También peligrosa. En "Poder y progreso" se lee: "Un informe reciente de la OSHA (la agencia para la seguridad y salud en el trabajo de EE UU) reveló que en 2020 los trabajadores de los almacenes de Amazon sufrían 6 lesiones graves por cada 200.000 horas trabajadas, casi el doble del promedio del sector logístico".

La vigilancia, por supuesto, ya impregna toda nuestra vida. Estamos ante el despliegue digital del panóptico que imaginó Bentham, una prisión donde el vigilante podía ver en todo momento lo que hacían los reclusos. Y, según sea el sistema de gobierno, así es la aplicación de este panóptico. Casi siempre nociva. En las dictaduras –llamadas ahora cosméticamente "democracias iliberales"– estas herramientas capaces de allanar la privacidad y llevar la vigilancia hasta los comportamientos más íntimos del ser humano se han convertido en un arma potentísima para acabar con la discrepancia y bloquear el acceso libre a la información. El caso extremo es el nuevo "sistema de crédito social" que se está aplicando en China, donde los comportamientos "poco decentes" (desafectos al régimen) se traducen en recortes de derechos; como el de viajar, por ejemplo, al no poder acceder a la compra de billetes de transporte.

La situación en las "auténticas" democracias no es mucho mejor. Las redes sociales son, en realidad, gigantescas plataformas de venta personalizada de publicidad que necesitan incentivar a toda costa la participación del usuario para monetizar el supuesto servicio de comunicación que prestan. Son los anuncios individualizados los que han disparado el valor en Bolsa de estas plataformas. Para maximizar la participación han acudido a los mecanismos básicos de la psicología humana, especialmente reactiva a los bulos extravagantes, las explicaciones simplistas, la necesidad de validación, los argumentos tribales y las conversaciones polarizantes. Y todo ello lo pueden hacer a una escala nunca vista, donde el filtrado y control de cualquier desmán es imposible. Es nuestra indignación –ese explosivo que destruye la convivencia– la que ha convertido a los gigantes tecnológicos en las empresas más capitalizadas del planeta.

Lo que está pasando con la tecnología en China, advierte el economista turco-estadounidense, no es mucho peor de lo que nos ocurre a los occidentales presuntamente libres: "La trayectoria actual de las redes sociales, impulsada por la inteligencia artificial, parece casi tan perniciosa para la democracia y los derechos humanos como la censura impuesta desde arriba en internet", sentencia Acemoglu. Este tipo de herramientas son "antidemocráticas por naturaleza".

Máquinas humanas

Pese a lo que pudiera parecer por todo lo expuesto, la teoría de Acemoglu no es un canto al ludismo. Este economista es, de hecho, un gran defensor de la tecnología. Defiende a la máquinas, pero "queremos las máquinas para lograr objetivos humanos", matiza. No necesitamos máquinas como Twitter o Facebook, sino desarrollos como Wikipedia, a la que pone por ejemplo de una tecnología en simbiosis con el ser humano para complementarlo y aumentar el acceso a un conocimiento riguroso, alejado de la "fangosfera".

Acemoglu sostiene que ahora es el momento para actuar y evitar acabar cayendo en el universo dickensiano de la primera revolución industrial, si no es que ya estamos hundidos en él. Para reconducir el rumbo de la tecnología hace una serie de propuestas que fuercen un cambio en el modelo de negocio de estos gigantes del capitalismo de la vigilancia y la automatización. Cree, por ejemplo, que los gobiernos tienen que establecer de forma clara los derechos de los consumidores sobre sus datos (propone incluso la creación de "sindicatos de datos"), actuar desde lo público contra los sistemas digitales de vigilancia de los trabajadores o incentivar, con ayudas públicas, aquellas tecnologías que "complementen y empoderen" a los seres humanos. Incluso propone la aplicación de impuestos a la automatización si las subvenciones u otras políticas no son suficientes. También considera imprescindible romper los grandes monopolios que ostentan tecnológicas como Meta y aumentar la presión fiscal sobre la riqueza acumulada por los magnates digitales. Y también –en el caso de Estados Unidos– revocar la sección 230 de la "Ley de Decencia de las Comunicaciones" que "protege a las plataformas de internet de cualquier acción legal o regulación por los contenidos que alojan" por escabrosos o dañinos que resulten. Es decir, quedan eximidos de la misma responsabilidad que se exige a los periódicos, las radios o las televisiones.

Este economista es consciente de que revertir la situación actual, en la que tantos millones de euros están en juego, resultará una tarea extremadamente difícil. Pero no imposible. Acemoglu recuerda lo que dejó escrito en 1913 Louis Brandeis, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos: "La mayoría de las cosas que vale la pena hacer en este mundo se consideraban imposibles antes de hacerse realidad".

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