El año 1939 constituye un hito central de la historia de España durante el siglo XX. Ante todo, porque supuso el punto final de la cruenta guerra civil que había comenzado casi tres años antes, el 17 de julio de 1936. De hecho, el primero de abril de 1939 el general Francisco Franco conquistó una victoria absoluta e incondicional sobre sus enemigos republicanos. Lo anunció mediante un parte de guerra que redactó en la cama, aquejado de una fuerte gripe, después de no haber perdido ni una sola jornada de trabajo durante toda la contienda: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Como permite apreciar el maniqueo texto, no se trataba de que hubiera llegado a España estrictamente la paz, sino más bien la victoria. Y desde entonces, la legitimidad de la victoria (el derecho de conquista apenas sublimado) se convertiría en la fuente última y suprema de la autoridad indiscutida del Caudillo «invicto y providencial» y de su consecuente derecho a ejercer el poder de modo vitalicio y omnímodo. La cruenta guerra civil concluida triunfalmente habría de ser así la columna vertebral sobre la que se erigió su larga dictadura, que iba a extenderse nada menos que durante casi cuarenta años, hasta su muerte por fallecimiento natural el 20 de noviembre de 1975.

El legado bélico inmediato de 1939 también tendría repercusiones profundas y duraderas para la sociedad española. No en vano, la sangría demográfica ocasionada por la contienda iba a ser espectacular: un mínimo de 300.000 muertos (más de la mitad, víctimas de operaciones de represión en retaguardia, sólo el resto como resultado de operaciones militares); otro mínimo de 300.000 exiliados permanentes (medio millón a la altura de abril de 1939, aunque luego regresaron de grado o por fuerza en torno a 200.000 entre ese año y 1947); y algo más de 270.000 prisioneros políticos en las cárceles (oficialmente censados y reconocidos en 1940, aunque probablemente la cifra esté infracuantificada). Y también iba a ser notable y difícil de enmendar la devastación física ocasionada por la contienda: una cosecha de destrucciones materiales que habría de provocar graves carencias alimentarias, de servicios y de bienes industriales en los duros años venideros y, como mínimo, hasta 1959.

Y si para España 1939 representa una cesura crucial, otro tanto cabría decir para el conjunto del continente europeo y del resto del mundo. En septiembre de aquel año fatídico, apenas cinco meses después de terminada la contienda española y sólo veinte años después del final de la Gran Guerra, Europa se abocaba al segundo conflicto armado del siglo. Su legado de víctimas mortales habría de ser más aterrador que ningún otro hasta el presente: un total de más de 55 millones de personas, el 66 por ciento civiles no beligerantes (un promedio de 20.000 víctimas mortales por cada día de guerra). Son cifras para recordar y meditar, aunque hayan pasado nada menos que setenta años y queden muy pocos testigos y protagonistas de aquella inmensa catástrofe humana.