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Dar con los culpables, pero también buscar soluciones

Desde el anterior incendio en 2017 de proporciones gigantes como el actual nada se hizo en Asturias: procede tener un plan contra el fuego más allá de esperar que la lluvia lo resuelva

Dar con los culpables, pero también buscar solucionesLuisma Murias

Con vértigo, Asturias ardió de sur a norte y de Occidente a Oriente. Otra vez. Pavesas espolvoreadas por el viento hicieron surgir de manera errática y desconcertante decenas de fuegos por cualquier parte. El drama empezó en el interior. Vecinos estremecidos veían peligrar haciendas y modo de vida y luchaban desesperados humedeciendo el terreno para salvar de la quema el último reducto, sus propias casas. Pero las dimensiones de la tragedia no se hicieron patentes para toda la región hasta que la lengua incandescente, el humo y el olor a quemado invadieron la Asturias costera y metropolitana –la más habitada y ajena a esa otra realidad rural,– con escenas dantescas: una autovía que parecía la puerta al infierno y una gasolinera en llamas. Fue la crónica repetida de una catástrofe anunciada.

Nadie escarmienta en cabeza ajena, enseña la sabiduría popular. Dicen que cada persona o comunidad no rectifica las malas acciones, ni se moviliza para impedirlas, hasta que padece en carne propia sus graves consecuencias. Guiándose por esta pauta de conducta, lo normal sería aprender de los fallos cometidos, y lo inteligente y precavido hacerlo mucho antes, extrayendo conclusiones de los errores de otros sin necesidad de experimentarlos.

En el caso de los incendios en Asturias no ocurrió ni lo uno, ni lo otro. Hemos visto arder muchos bosques y zonas habitadas en los últimos años en el resto de comunidades. Hemos tenido aquí precedentes de fuegos pavorosos antes de que asomara uno colosal, devastador, la madre de todas las quemas. Y los gobernantes han persistido en la misma actitud pasiva de siempre sin sentir presión social para activarse y cambiar. Quizá porque la concienciación de la ciudadanía sobre lo que está ocurriendo es todavía débil y momentánea. Quizá porque aquí solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.

Esto lo habíamos vivido. La «noche al rojo» en la que el resplandor todo lo iluminó entre el jueves y el viernes de Dolores, semana de Pasión, guarda unas similitudes asombrosas con aquel 16 de octubre de 2017, «el día en que no amaneció», con el cielo oscurecido por una densa nube negra tras otra oleada de llamaradas forestales. Los hechos se repiten con una contumacia indignante. ¿Cómo ha podido volver a ocurrir? 

Lo más frustrante a estas alturas es constatar que cuando una chispa prende nada detiene el avance. Esta impotencia cuenta para condenar la desidia y la pereza de las administraciones, pero también para resaltar la imprudencia de algunos particulares. No hace falta padecer una tara, ni ser un incendiario patológico, para originar una desgracia colosal. Cosas del efecto mariposa. El aleteo de un simple lepidóptero puede provocar un tifón al otro lado del mundo, reza el proverbio chino.

Es posible que una mínima hoguera, la eliminación de unas pocas ramas de una poda doméstica, llegue a desencadenar una catástrofe de proporciones bíblicas en determinadas circunstancias: con viento Sur, ascuas voladoras esparcidas al albur a varios kilómetros y la tierra y la vegetación convertidas en yesca. Tal cual ocurrió.

Hay sucesos imprevisibles. Los incendios ya no. Empiezan a entrar en la categoría de lo predecible. Sorprende la facilidad de las llamas para avanzar y la velocidad con que llegan a hacerlo. Con una novedad esta vez: nunca tuvieron que cortarse tantas carreteras. Nunca la autovía del Cantábrico estuvo inutilizada catorce horas, consecuencia colateral de tanta desatención y falta de mantenimiento en las cunetas.

La película de los incendios va a repetirse mientras nadie intervenga y aún con peores resultados: el abandono de los montes, el despoblamiento y la desidia e imprevisión política pasan factura

La película se repetirá mientras nadie intervenga. Y aún con peores resultados. El abandono de los montes y la despoblación pasan factura. El alejamiento de la realidad rural, la pueril creencia de que cortar un árbol resulta poco menos que un atentado ecológico, también contribuye a que no haya entresacas de madera y limpieza de montes. Necesitamos que impere el sentido común y no el que imponen las redes. Conocer de antemano que en cualquier momento puede desencadenarse un cataclismo no evita la indefensión. Va imponiéndose la creencia de que solo cabe confiar en la suerte. Esperar que la fortuna minimice los daños e implorar que la lluvia supla la imprevisión. Igual que en tiempos de las milagrosas rogativas. Ni por medios, ni por conocimientos, esto puede continuar como antes.

Desahogar con vocablos gruesos, tratar a los pirómanos de terroristas –lo son–, alivia las emociones en los instantes críticos, pero no resuelve problemas. Los políticos prometerán todo ahora, con fe ciega en compromisos electorales que a nada atan. No deben seguir tomando a sus electores por tontos que ni se enteran, ni les castigan, ni dan relevancia alguna a sus distracciones florales e incumplimientos.

Procede dar con los culpables, y también buscar rápido soluciones. Tener un plan más allá de la doliente verborrea. ¿Qué se hizo desde la anterior racha de fuegos? Nada. ¿Van a resignarse los asturianos a ver de brazos cruzados arder su región? Sobran las palabras.

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