Ruidos persistentes
Cuando siento que una amenaza se cierne sobre mi familia o sobre mí, cruzo los dedos
Suelo llevar a cabo algunos rituales absurdos para conjurar la mala suerte. El conocimiento de su irracionalidad no me evita su práctica. Cuando siento que una amenaza se cierne sobre mi familia o sobre mí, cruzo los dedos. Como las amenazas no cesan, los tengo ya un poco deformados, suelo decir que de escribir a mano, para no dar más explicaciones. Lucho contra esta manía y contra otras, que me da vergüenza confesar, sin resultado alguno. Me pregunto cómo he llegado a declararme ateo, pese a lo fácil que sería creer en Dios, y no he conseguido librarme de la realización de conjuros cuyo origen desconozco. Aunque ayer, dándole vueltas al asunto, me vino a la memoria un suceso de infancia que tenía completamente reprimido. Volvía yo del colegio dando patadas a las piedras, como era habitual, cuando vi delante de mí un hombre cuyas maneras me llamaron la atención. El hombre, que caminaba con las manos a la espalda, llevaba los dedos índice y corazón de la derecha cruzados, como cuando se dice una mentira cuyo pecado se intenta contrarrestar de ese modo. Tardé menos de un segundo en darme cuenta de que ese hombre era mi padre. Pero durante esa pequeñísima fracción de tiempo sentí una extrañeza sin límites ante aquella figura en la que lo ajeno y lo familiar formaban una alianza extraordinaria.
Mi padre iba solo, por lo que no le estaba diciendo ninguna mentira a nadie. El cruce de los dedos debía de obedecer a otra causa que averigüé cuando entramos, ya juntos, en casa y mi madre le preguntó cómo había ido todo. Noté que se lo preguntaba con ansiedad, como si en aquel “todo” se resumiera un problema (sin duda económico) de enorme importancia.
-Ha ido bien -respondió mi padre con una sonrisa al tiempo de mostrar la mano en el aire con los dedos cruzados.
Ahí estaba, concluí. Lo que a él le había dado suerte quizá podría otorgármela también a mí. El descubrimiento me tranquilizó, como cuando localizas el origen de un ruido persistente en la cocina. Más tarde, me acordé de que hace años, cuando lo velábamos en el tanatorio, me pareció observar que los dedos de la mano derecha de mi padre, que reposaba en su pecho sobre la izquierda, permanecían ligeramente cruzados. No le di importancia alguna. Tampoco ahora intento dársela, pero cruzo los dedos, por si acaso, al evocar su imagen.
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