Emaús

En recuerdo de Enrique Álvarez Moro

Fue el viernes 13 de enero de 2023. Faltaban unos minutos para las 16.00 horas. Aún no había acabado de comer, porque, ese día, como casi todos los viernes, por razones de trabajo, he de hacerlo a deshora.

Recibí una llamada por teléfono del párroco de La Calzada-Jove, en Gijón. Una catequista le había dicho que un guardia de tráfico, cuya hija asistió a catequesis para recibir la primera comunión, la telefoneó para que le preguntara si, en Asturias, existía un sacerdote de nombre Enrique Álvarez Moro. Le respondió que sí. Creían que podría ser él la víctima mortal de un accidente de circulación en la autopista que va de Mieres a Gijón.

El guardia lo dedujo de unos sobres con los nombres de Enrique y el de la parroquia de Turón, y de un libro en el que estaban apuntadas intenciones de misas: "O es cura o es alguien de mucha confianza del párroco de Turón". Hiló cabos, supo a quién llamar y resolvió el asunto en cuestión de minutos.

Alguien tenía que ir a identificarlo. Si era, como se pensaba, un sacerdote, debería acudir alguien del Arzobispado para hacer el reconocimiento. Fui yo. Cuando llegué, los guardias, tras haber inspeccionado bien el coche, dieron con una dirección, entre otras muchas, que consideraron que podría ser la de la familia. Lo era.

En el arcén yacía sin vida nuestro querido Enrique, párroco de Turón, La Cuadriella, San Andrés y Urbiés. El vehículo que conducía se había salido de la carretera y chocado contra un árbol. Con el papel en el que figuraba la dirección, a un guardia, que me invitó a que lo acompañara, le correspondió dar la noticia a los padres y hermanos de Enrique. El modo en el que les comunicó el trágico acontecimiento fue de una finura, una discreción y un respeto que eran como para condecorarlo.

No olvidaré jamás el primer contacto a través del teléfono del portal, el encuentro con los padres y la familia, el inicio de la conversación, la reacción tras el relato de lo sucedido. Me sentiré por siempre vinculado a esa familia, a la que visitó de repente una tragedia inesperada y en la que hizo morada, para no irse nunca, el dolor inmenso e inimaginable que trae consigo la pérdida de una persona tan singular e intensamente querida.

El cuerpo de Enrique, cuando lo vestimos con su cogulla y una casulla en la que aparecía representado san José con el Niño Jesús, era el de un ángel. Me acordé del Cristo del escorzo de Andrea Mantegna. Un pintor habría encontrado en la faz apacible de aquel joven sacerdote, que estaba sólo dormido, el modelo idóneo para dibujar el rostro de Cristo, de un santo o de un ángel.

Enrique Álvarez Moro salió en varios programas de televisión, cuando la pandemia del coronavirus, porque tuvo la iniciativa de preparar y llevar alimentos a las personas que, a causa de las disposiciones gubernamentales sobre el aislamiento de la población, les resultaba difícil el arreglárselas por sí mismas para comprar y cocinar la comida. Él se brindó espontáneamente para hacer ese servicio.

Éstas son cosas que hacen también los sacerdotes. Era lo que hacía, en Francia, l´abbé Pierre (1912-2007), cuya biografía ha sido llevada al cine y, desde el mes de noviembre en que comenzó a ser proyectada en salas, cientos de miles de franceses han acudido ya a verla: "L’abbé Pierre. Une vie de combats".

Fue el fundador de los "traperos de Emaús", que creó para la atención de las personas más necesitadas de la sociedad, y una de las personalidades que gozó de mayor reconocimiento en Francia en el siglo XX. Tal vez la más respetada. Primero fue capuchino; luego, sacerdote secular.

¿Por qué de Emaús? Porque Emaús representaba, para l´abbé Pierre, la segunda oportunidad ("la deuxième chance"), que siempre se ha de esperar. Y Emaús, para Enrique Ávarez Moro, representaba el calor del hogar, que nunca ha de faltarle a quien, decepcionado, desilusionado, triste, solo, desesperado y aterido, lo busque en el corazón incendiado de amor de Cristo, pues en este lar, y que no lo dude ni por un fragmento de segundo, lo encontrará. De verdad.

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