Opinión | Crítica

El buen salvaje

Una metáfora muy aplaudida de la lucha de clases y la soledad

En "Camino al zoo" Albee añade un primer acto a su inmortal "Historia del zoo" (1958), una precuela que el propio autor escribió en 2004, "Homelife". En ambas reflexiona sobre la animalidad del ser humano y los problemas de la incomunicación, pero de formas muy distintas. Juan Carlos Rubio, director y adaptador, incide con su propuesta escenográfica en la idea de seres enjaulados en sus recintos de zoológico, cobayas con suelos de paja y una trampilla que se abre y se cierra para dar entrada a los personajes, convirtiendo a los espectadores en científicos de laboratorio. En "Homelife" nos adentramos en las cenagosas aguas en las que se encuentra sumergido el matrimonio formado por Peter, editor de éxito y su esposa Ann, eterna insatisfecha con graves problemas para comunicarse. "Tenemos que hablar" resuena como mantra imposible de ejecutar en esta pareja demasiado bien avenida, asfixiada en una plácida convivencia llena de conversaciones insustanciales y felicidad envenenada. El personaje de Ann, interpretado brillantemente por Mabel del Pozo, reprocha a su marido que sea demasiado civilizado, reclamando su lado salvaje y algo de desconcierto, caos y locura que sacuda esa vida apacible y aterradoramente predecible entre periquitos, niñas y gatos. Hasta que llegue un tornado en el que todos se devoren como solución final. Con esta primera parte, Albee cierra el ciclo que inició 46 años antes. Los diálogos acerados y con componentes del absurdo sobre circuncisiones, mastectomías y espinacas rezuman un hastío y crisis existencial, que ya estaba presente en la magistral "Historia del zoo", pero con un contexto muy distinto. En este segundo acto, Peter lee en un banco del parque, cuando un inquietante desconocido comienza a interrogarle, provocarle e incomodarle. Dani Muriel hace un trabajo impecable como Jerry, un macarra seductor y desafiante, con rasgos de psicópata, pero profundamente vulnerable y que representa el grito de los desposeídos que viven hacinados en pensiones de mala muerte, entre alcoholismo, inmigración, xenofobia y homofobia. Su comportamiento absolutamente animal, rodeando a su presa, que permanece impasible sentado en el centro, va adquiriendo tintes de tragedia y en una absurda pelea por el banco consigue sacar de sus casillas al flemático y civilizado Peter. El dramático desenlace final, apoyado por una música e iluminación innecesarias, ejerce de catarsis en la peripecia vital del personaje de Fernando Tejero, cuyo trabajo es impecable al componer con mesura y aplomo a este hombre zarandeado por las fieras que tratan de animalizarlo. Una metáfora de la lucha de clases, la soledad y el vacío existencial, que logró los aplausos de un público conmovido por las excelentes interpretaciones de esta eficaz adaptación.

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