Opinión | El espíritu de las leyes

El desfallecimiento del corredor de fondo

Las aspiraciones de inmunidad judicial y de control de la libertad de información

El aparente desfallecimiento de Pedro Sánchez, un avezado corredor de fondo curtido en mil aventuras, está generando ríos de tinta, según expresión ya pretecnológica. Ganas dan por ello, a estas alturas, de enterrar el asunto definitivamente, dejando para los futuros historiadores una explicación más o menos convincente de lo que le ha ocurrido al Jefe del Gobierno, desaparecido un miércoles para "reflexionar" acerca de su posible dimisión y reaparecido el lunes siguiente proclamando su continuidad y demandando la regeneración de la vida pública española.

Sobre la sinceridad del relato presidencial pocos habrá que pongan la mano en el fuego, dado el recio y acreditado maquiavelismo del personaje, magistral especialista en hacer de la necesidad virtud. Ahora bien, eso es ya lo de menos. Importa, en cambio, deshacer equívocos y desnudar eventuales aspiraciones de inmunidad judicial y de control de la libertad de información incompatibles con el Estado democrático de Derecho.

En cuanto a lo primero, resulta sobradamente conocido que únicamente el Rey, por disponerlo así la Constitución, goza de inviolabilidad absoluta y perpetua. Ningún otro miembro de la Familia Real posee semejante prerrogativa, atribuyéndose legalmente a la Reina, a la Princesa de Asturias y a los Reyes eméritos solamente fuero jurisdiccional, de modo que las acciones civiles y penales dirigidas frente a ellos han de sustanciarse ante el Tribunal Supremo. A su vez, la inviolabilidad de los diputados y senadores se circunscribe constitucionalmente a "las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones". Dado que "los españoles son iguales ante la ley", sin que resulte admisible discriminación alguna por cualquier condición o circunstancia "personal o social", resulta evidente que la esposa del Presidente del Gobierno está sometida a las pesquisas judiciales que resulten pertinentes, sin que pueda verse en ello ninguna clase de "lawfare", esto es, de persecución por motivos políticos. Naturalmente, en un Estado de Derecho toda resolución jurisdiccional arbitraria es susceptible de impugnarse y revisarse en vía de recurso. En el caso de Begoña Gómez, sabemos que tan solo existe una denuncia (que no querella) formulada por el sindicato "Manos Limpias" –de significación ultraderechista, ciertamente– con la simple base de unos recortes de prensa. A continuación, y luego de la correspondiente admisión a trámite de la denuncia, el juez se ha puesto a investigar, declarando secretas las diligencias. Eso es todo. ¿Justifica la mera actuación judicial la alarma sembrada entre las izquierdas y los nacionalistas, que sostienen al Gobierno en el Congreso? Por supuesto que no. El gesto de Sánchez de suspender de inmediato su actividad política como si se hubiera restablecido la Santa Inquisición, ¿debe, pues, interpretarse como una advertencia de intangibilidad personal y familiar dirigida al entero sistema judicial? Muy grave sería llegar a tal conclusión. ¿Entonces?

Por desgracia para nuestro país, y como consecuencia del bloqueo por parte del PP, desde hace más de cinco años, a la renovación del Consejo General del Poder Judicial, cuya composición mayoritaria es conservadora, se está expandiendo la idea de que la mayor parte de la judicatura es de ese mismo sesgo político, y de ahí las frecuentes acusaciones de "lawfare" dirigidas a deslegitimar en su conjunto a los miembros de un pilar capital del Estado de Derecho. La actitud filibustera de los populares –el secuestro indefinido del CGPJ– evidencia su palmaria deslealtad constitucional en este fundamental aspecto. ¿Vamos con Feijóo camino de la Polonia de Jaroslaw Kaczynski?

En cuanto a las veladas amenazas de Sánchez de restringir de alguna manera (?) la libertad de información, evoca los antiguos tiempos de la "prensa canallesca" durante el franquismo. No hay, sin embargo, posibilidad alguna de la "regeneración" democrática que predica el Presidente sin la existencia de una opinión pública libre. De ahí que nuestra Constitución, siguiendo la línea de las Cartas internacionales de Derechos, haya proclamado tanto la libertad de expresión cuanto el derecho de comunicar o recibir libremente información "veraz" por cualquier medio de difusión. Sánchez centra su atención en la impune propagación mediática de bulos y difamaciones. Estos carecen, desde luego, de protección constitucional. Pero no conviene olvidar lo que significa la exigencia constitucional de veracidad. Según el supremo intérprete de la Constitución, "las afirmaciones [periodísticas] erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que de imponerse la ‘verdad’ como condición para el reconocimiento del derecho [a transmitir información], la única garantía sería el silencio" (STC 6/1988). En suma, información veraz es aquella verificada y contrastada según los cánones de la profesionalidad periodística, carente, por tanto, de invenciones, rumores o meras insidias (STC 105/1990). El periodismo, en consecuencia, ha de ejercerse de acuerdo con su propia "lex artis" para encontrar respaldo constitucional.

Todo esto está clarísimo desde hace mucho tiempo. Las "fake news" deliberadas o fruto de la negligencia profesional deben combatirse mediante la reacción en vía judicial contra los intoxicadores, no creando (o medio sugiriendo) ninguna clase de censura previa.

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