Opinión

Francisco Rico, literatura y vida

Emilio Martínez Mata es catedrático emérito de la Universidad de Oviedo

Un día antes de cumplir ochenta y dos años, fallecía en Barcelona Francisco Rico, uno de los más destacados filólogos españoles del último medio siglo (y sin duda el más conocido). Para el gran público, el nombre de Francisco Rico está asociado sobre todo a sus ediciones del Quijote. Su tesis doctoral le había llevado a orientar su mirada hacia el humanismo, con libros fundamentales: "El pequeño mundo del hombre", "Nebrija frente a los bárbaros", "El sueño del humanismo". Con veintipocos años había editado el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache, además de un libro La novela picaresca y el punto de vista, que supuso un enorme cambio en los estudios literarios.

También iniciaría muy tempranamente su estudio de Petrarca (al principio, consecuencia de un encargo), una pasión que le acompañaría toda su vida y por la que recibió un notable reconocimiento en Italia: bien recientes son sus libros "I venerdi del Petrarca" y "Petrarca". Poeta, pensador, personaje, en donde recoge algunos de sus mejores trabajos.

Muestra de la amplitud de sus intereses son sus estudios sobre obras y autores de la literatura medieval y, sobre todo, de la del Siglo de Oro, con Lope de Vega como otra de sus pasiones. Pero sin duda su mayor trascendencia se encuentra en su papel como impulsor de proyectos colectivos con los que pretendía poner al alcance del lector normal nuestros clásicos: la Historia y crítica de la literatura española, que revolucionó la historia y la enseñanza de la literatura, y la Biblioteca Clásica (primero en Crítica y ahora en la Real Academia Española). La Biblioteca Clásica, la más notable empresa del hispanismo –ofrecer a los lectores de cualquier nivel las mejores ediciones de las obras capitales de nuestra literatura–, fue su mayor empeño y, al no obtener la necesaria difusión comercial, la razón de algunas de las polémicas en las que se embarcó, ya que se sintió obligado a plantar cara en su defensa.

De esas iniciativas, las que mayor repercusión pública alcanzaron, además de abrirle un campo que le resultaría muy fecundo, fueron sus ediciones del Quijote. En primer lugar, la edición de la Biblioteca Clásica, un empeño colectivo para el que reclutó a los mejores cervantistas. Después vino la edición que él consideraba suya, "la de Francisco Rico" decía, la conmemorativa de la Academia (también en Alfaguara). Se trata de una edición memorable por el texto, con brillantísimas enmiendas para corregir errores de transmisión, y por una anotación completa y sencilla, en la que se deslizan estupendas observaciones.

Para quien no le conociera, Francisco Rico podía resultar petulante: se mostraba con frecuencia desdeñoso, incluso despreciativo, aunque no se trataba de una manifestación de vanidad, sino resultado de una voluntad de diferenciarse, de no sentirse fagocitado por el grupo, casi una cuestión de autodefensa. Si cultivaba su carácter excéntrico, se debía a su voluntad de hacer valer su individualidad. Y esa reacción le llevaba a veces a conductas incomprensibles en alguien de su sensibilidad. Podía comportarse de forma impertinente, incluso deleznable. Por el contrario, podía ser cercano y cariñoso con los humildes. En pocas ocasiones le vi más relajado que un día en el Palacio de la Magdalena, preparando un congreso que se iniciaba al día siguiente, cuando un técnico, que desconocía quién era Francisco Rico, le trataba con un tono campechano. Aunque se encontraba nervioso, revisando todos los detalles, nos dejó y se marchó con él a tomar un café con una sonrisa que le desbordaba.

Quienes le fascinaban de verdad –y con los que era absolutamente indulgente– eran los creadores. Primero, Juan Benet, Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater; más adelante, Eduardo Mendoza, Pere Gimferrer, Javier Marías o Javier Cercas. Se sentía muy orgulloso de que Javier Marías le hubiera convertido en personaje de sus novelas (profesor Del Diestro, o profesor Villalobos, para acabar convenciendo a Marías de que le incluyera con su propio nombre: "¿Acaso no llamarías ‘Cervantes’ a Cervantes, ‘Dante’ al Dante y ‘Maquiavelo’ a Maquiavelo?", le decía a Marías).

A pesar de su apariencia arrogante y de su indisimulado orgullo, era una de las pocas personas que agradecen las críticas y que solicitan la opinión de los demás. Cuando le conocí, a principios de los ochenta, le transmitieron mi crítica –yo no me habría atrevido entonces– sobre su estilo, que me parecía un tanto rebuscado. No solo no me guardó ningún rencor, sino que con mi reparo me gané su aprecio. Y cambió radicalmente su estilo, ahora mucho más natural y sencillo, pero nada simple, un modelo de elegancia. Por supuesto, no quiero atribuirme el mérito de ese cambio, porque él mismo era muy consciente de que el crítico tiene que esforzarse por utilizar una prosa que no resulte indigna de los escritores que estudia.

El rigor y la erudición que muestran sus escritos no son alardes gratuitos, que se acaban en sí mismos, sino los instrumentos necesarios para recuperar la letra y el sentido originales de la obra literaria y, a partir de ahí, entender el texto en su contexto, comprender la literatura en su realidad histórica, percibir las sugerencias que encierran los textos y que se desvelan a la luz del conjunto que los comprende.

Cuando, por ejemplo, estudia "el destierro del verso agudo" en la poesía del Renacimiento español, a partir de una cuestión aparentemente técnica va desvelando las concepciones literarias e ideológicas que enfrentaban la nueva poesía a la de cancionero, el humanismo a la escolástica. La literatura no es algo aislado, está anclada en la historia, en la vida; y, en este ejemplo, el análisis de las preferencias poéticas acaba revelándose indisolublemente unido a otros aspectos que desbordan la métrica o el estilo. En los escritos de Francisco Rico, la literatura va de la mano de la vida.

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