Las crónicas de Bradomín

La cesta de Navidad y la lotería

Un equívoco con premio

Emilio Cepeda

Emilio Cepeda

Rondaría la treintena de años, de ello hace ya algún que otro decenio, cuando mi condición económica había comenzado a mejorar sustancialmente, lo cual me iba a permitir emanciparme de la familia. Durante algún tiempo estuve compartiendo piso con un buen amigo hasta que este tuvo una novia formal y la convivencia comenzó a resultar complicada. Así las cosas, me vi en la obligación de trasladar mis bártulos a un coqueto estudio alquilado. El piso en general estaba bien equipado y disponía de una estupenda vista de Oviedo; si acaso, la única pega era la compañía de un zorro disecado encerrado dentro de una urna, que no me quitaba los ojos de encima, hasta que acabé tapándolo con una toalla.

A los pocos días, comenzaron a llegar a mi buzón cartas y avisos de entidades financieras por retrasos en el pago: tarjetas de crédito, compras a plazos, multas de tráfico, ítem., a nombre de François Jadraque, que en todos los casos me encargaba de que acabaran en el buzón del cartero.

Un buen día comenté con el portero del inmueble lo que estaba sucediendo. "Mire, lo único que sé del anterior inquilino es que era extranjero y muy educado", explicó. "¿Sabe cuál era su profesión o a qué se dedicaba?", pregunte sin ningún pudor. "No lo sé con seguridad, pero creo que era profesor. Eso tiene que saberlo la propietaria del piso". "El piso está alquilado mediante una agencia inmobiliaria", zanjé el asunto. Mientras tanto, los avisos continuaban llegando.

Parecía lógico pensar que el nombre del anterior inquilino era francés, por lo que se me ocurrió recurrir a Frank Menéndez, verdadero artífice de la Alianza Francesa en la ciudad, por si formaba parte del cuadro de profesores en aquel centro cultural. Resultado negativo.

En la mañana del 2 de diciembre de aquel mismo año, recibo una llamada por el telefonillo de Venancio, el portero, informando que estaba abajo un repartidor con una cesta navideña para mi domicilio. "¿Le hago subir?", preguntó. "Afirmativo", dije. "¿Cómo dice?", respondió. "Que suba, Venancio". Era una monumental cesta de tres pisos. Como las de antes. Me recordaba a las que recibía mi abuelo Inocencio: un jamón, un lacón, fiambres de todo tipo; whisky, vinos, champán, conservas especiales, variedad de turrones... Una felicitación impresa en varios idiomas y un sobre de la administración de doña Manolita, con dos décimos de lotería para Navidad y El Niño. En casa la mantuve en espera de que alguien la reclamara. Al cabo de una semana saqué de la cesta la botella de Chivas Regal, para darme un homenaje.

Pasaban los días sin que nadie se interesara por ella. Se acercaba la fecha del sorteo navideño y la cesta seguía sin destinatario final. Al mediodía del día 22, pregunto al portero si está al corriente de los números premiados: me dice los cinco primeros. ¡¡Premio!! El décimo resultó agraciado con el segundo premio. Aquel mismo día me entregué a una noche loca. Al día siguiente, metí mano a saco en la cesta para preparar una escogida selección de productos, con lacón incluido, para Venancio. Todos sabemos la importancia que tiene mantener buenas relaciones con el portero.

La víspera de Reyes, me comenta Venancio: "Hace dos días vino una señora preguntando si habían dejado por equivocación una cesta en este portal". "¿Qué le contestó?", pregunté . "Que no, que en este portal no habían dejado nada", contestó mirándome con un cómplice guiño.

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