Paraíso capital

Por fin, el Campo

La tradición cumplida de comer el bollo con chorizo en el centro de la ciudad

Gonzalo García-Conde

Gonzalo García-Conde

A pesar de lo profundo de mis raíces carbayonas, o puede que precisamente a causa de ellas, quizá pensando que están tan arraigadas que no tengo nada que demostrar, he tenido que llegar a los cincuenta años para cumplir con la varias veces centenaria tradición de la Balesquida de una manera estricta. Es decir, aunque he respetado y guardado con rigor la fiesta del Martes de Campo, siempre he buscado para celebrarla lugares no protocolarios. Incluso extravagantes. He comido el bollo en las playas de Xagó, San Juan de Nieva o Santa María del Mar. En Geras de Gordón y Valencia de Don Juan. En Colloto, Caces y el Escamplero. En Pura Tomás, el Parque de Invierno y a los pies mismos del Cristo del Naranco. En la madrileña Plaza de Colón, con un calor que se caían los pájaros. Sin embargo nunca, ni en mi más tierna infancia, lo había hecho en el Campo.

Estos años anteriores, mi chica y yo íbamos preparando el plan con mimo. Escogíamos dónde ir, dónde comprar el bollu. Yo mismo preparaba una empanada y algún otro picoteo para completar la cesta de picnic. Todo muy del gusto de nuestros hijos, un plan que les resultase prestoso. Pero el tiempo pasa. Los niños han degenerado en esa raza adolescente que se mueve en tribus, escucha trap a volumen atronador y acaba la jornada con la piel quemada y la ropa llena de verdín (en el mejor de los casos). Todo eso, lo más lejos posible de donde vayan a estar sus padres. Igual que hicimos nosotros a su edad. Mi chica y yo somos de nuevo una pareja, algunas veces.

Pero el día venía complicado entre las obligaciones y las devociones. Dejamos los planes a un lado, resolvimos conflictos y, llegada la hora de almorzar, el plan salió solo. Un bollo comprado a última hora junto con una empanadilla de obrador, cerveza fría, agua fresca. Un pareo que sirviese como base en la que asentarse. Un libro de Murakami, las gafas. ¿En el Campo?, me preguntó. Sí, en el Campo. Pero nunca hemos ido al Campo, insistió. Pues por eso, respondí. Fue mi idea, mi decisión, no sé de dónde salió tanta determinación. No suelo tener las cosas tan claras.

Una vez allí, no nos costó encontrar un pedazo de terreno propicio, con sol, sombra y cierta independencia al que pudiéramos llamar “lo nuestro”. El ambiente era relajado, amable, nada estridente. La música sonaba a lo lejos. Nadie molestaba a nadie. No tardamos en darnos cuenta de que estábamos en el sitio correcto.

Entonces fue cuando se produjo la magia. Por primera vez me senté sobre el césped prohibido. Por primera vez mis pies descalzos pisaron la hierba. Repartimos la comida. Coincidimos en que estaba todo buenísimo. No nos hizo falta hablar, las sonrisas evidenciaban lo gustoso del momento. Luego nos abandonamos a una duermevela encantadora mientras la brisa nos acariciaba. Allí tumbados, tuve una perspectiva de nuestro jardín histórico que no me había atrevido ni a soñar. Sus fronteras adquirieron volúmenes y formas por mi desconocidas.

Tuve el libro en las manos, y los cascos de diadema casi puestos sobre mis orejas con la música que más me gusta a un solo click, pero decidí no contaminar el momento con ningún estímulo externo. Mejor que eso, escuché la respiración de la tierra, perseguí con la mirada a las pegas jugando entre la arboleda. Vi la primavera en suspensión, en la atmósfera, gracias a los rayos de sol que se colaban entre las ramas. Nos sacamos un par de fotos porque la ocasión merecía el documento. Una hoja de arce cayó sobre mi pecho y decidí guardarla para siempre entre las páginas de mi novela. Me gusta encontrar esos tesoros cuando pasan los años, me traen recuerdos perdidos, momentos tan buenos que a veces no estoy seguro de si los he vivido o solo soñado.

Así las cosas, la tarde fue languideciendo. El concierto de Cécile McLorin Salvant nos esperaba en el Campoamor. El día apuntaba a la perfección. Nos fuimos de allí despacio, de la mano, arrastrando los pies en amor y compañía. Siempre creí que comer el bollu en el San Francisco no era para los que somos tan, tan de Oviedo. Casi me pierdo esa faceta exclusiva de nuestra naturaleza vetusta. Qué torpe histórico, qué suerte de intuición. Por fin, el Campo.

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