Olga sube al desván. Allí empieza todo: carruseles, vagones, risas, estrellas y otros mundos. Un lobo muy negro, de lomo azabache carbón, la lleva a paisajes soñados y reales. Hoy papá no viene, está malo: tiene escamas en los pulmones y a veces tose mucho, y aunque Olga se pone triste, sabe que papá es fuerte. Juntos han viajado tan lejos como han podido, sin salir siquiera del pueblo. Papá ha bajado a la mina durante veinte años ya. Cuando llegó Olga, casi por sorpresa, se sentía viejo y miedoso: ¿cómo un tipo como él, tan llano, a veces tan áspero, con las manos entregadas a los martillos y a las máquinas, iba a poder sujetar un bebé, alimentarlo, cuidarlo y divertirlo? Pero Olga le enseñó sin querer a querer. Excavar pozos le había parecido siempre una de las tareas más duras, pero también de las más gratificantes; picar por picar puede hacerlo cualquiera, pero rastrear una veta, reventar la roca, son la magia de la minería. Olga le enseñó que ser padre es casi tan duro como picar a mano. Paciencia y tesón no bastan, la niña no se duerme, es como una veta peleona, sólo que no entiende de voces ni se puede pedir ayuda.

Olga aprovecha que papá no está para ponerse su casco e iluminar con el bulbo ocre la noche cerrada. Se han inventado un país de animales, donde cada uno se camufla con la naturaleza: el lobo, su preferido, con la roca oscura de la hondura de la montaña. Sapos, jabalíes, tordos, se transforman en nueces, en nidos, en hojas. También hay animales exóticos e inventados, pero a Olga le gustan los que la rodean. Cuando va a clase, ve a los feos sapos saltar al río con un sonido sordo y cómico; cuando va a buscar a papá al bar, mira al jabalí a los vidriosos ojos, se asusta un poco y tira de la manga a su padre para salir cuanto antes. Los tordos son los pájaros que rodean a veces la mina, pero ella no puede ir allí; cuando se escaquea, disfruta de su aventura en compañía de los más discretos de los pájaros, esos tordos felices. Pero el lobo es el más fascinante, decía, porque su papá se ha empeñado en ello; quemando a temperatura constante, según la dureza de la madera, permite obtener un carboncillo, la golosa y engorrosa herramienta del dibujante iniciado. Papá no es un maestro, pero se las ha apañado para convertir los primeros manchurrones en lobos con ojos color cereza. El lobo es el coraje: aleja el miedo cuando nieva fuerte, cuando Olga tiene catarro, cuando papá tiene sus catarros fuertes, como él los llama. El lobo es un abrazo cálido cuando un neno le ha sacado la lengua en la escuela, cuando pasan días y semanas y papá no tiene trabajo y no sabe si volverán a llamarlo a la mina, y entonces se va al bar y de allí no lo arranca nadie.

Baja las escaleras con tiento y recorre el pasillo en el que tantas veces han jugado. Con una manta negra deshilachada han creado un pasadizo, y sólo sus manos entrelazadas garantizan que todo irá bien. Pasan miedo, emoción, un hormigueo que es la segunda infancia de papá junto a la primera de Olga. Bienaventurados los niños, que curarán las heridas de los padres. Otro de sus cabos de unión son los reyes magos, porque papá es Baltasar, tiznado de negro. Al principio, no literalmente, pero verlo subir de las galerías como un deshollinador dio la idea a algunas madres del pueblo. Además, con lo robusto que era, tenía planta de sobra.

Hoy papá no se encuentra muy bien, así que Olga le llevará al hospital un dibujo, un trozo de carbón dulce y una gran sonrisa. Y todo estará bien, y las escamas en los pulmones se irán, y subirán al desván mañana, y no se irán nunca de allí, porque el mundo brilla más así. Y sobre todo, Olga no se olvidará de que la realidad, a veces con su crueldad incomprensible, jamás le partirá el corazón, porque todo lo bueno lo ha soñado despierta, junto a su padre y los días del carbón.