En esta tierra minera, con entrañas de carbón, durante mucho tiempo, esas piedras charoladas se cruzaban a diario en nuestras vidas, de las que desaparecieron hace años.

En las casas de vecindad solía dedicarse un espacio en el sótano para las carboneras, unas veces para alimentar las fauces voraces de las calderas de calefacciones centrales y otras como almacenes individuales para el carbón de cada vivienda, cuando las casas se alimentaban gracias a un calderín. No todas las casas tenían calderona o calderín y entonces el calorífero era la cocina de carbón, conocida como cocina de Bilbao, verdadero centro del hogar, espacio acogedor que tanto servía para cocinar como para comer o hacer la carrera universitaria, con la ayuda de un flexo, atendiendo de vez en cuando las necesidades alimenticias, frecuentemente perentorias, del fuego, que abría su boca ardiente en la chapa de hierro.

Las carboneras se usaban en las casas para meter miedo a los niños, desde su oscuridad, y era clásica amenaza, no cumplida, la de encerrar a los que no se portaban bien allí. Las carboneras eran sospechosas, con razón, de ser cobijo de cucarachas, que son otra de las cosas domésticas afortunadamente desparecidas.

Las carboneras no se llenaban solas, y por eso de vez en cuando llegaba el carbonero, que no era el marido de la carbonera, sino el encargado de trasegar el carbón, pariente cercano del minero, porque participaba del mismo color oscuro en el rostro, y se cubría con un saco de arpillera doblado para convertirlo en capucha y capa. El carbonero traía el saco de carbón, el teórico quintal, a las espaldas, la granza o la galleta que luego ardían en los fogones domésticos. El carbonero llegaba en carro, y a veces en camioneta, y aparcaba delante de los portales, cuando lo de la circulación era otra cosa y la grúa no se había inventado. Hace cincuenta años, en Oviedo, en todos los barrios había carbonerías, longueros locales con ordenados montones de carbón y una báscula para repartir la mercancía. No sólo estaban estos negocios, ni mucho menos en el extrarradio, y así encontramos referencia de ellos en Martínez Marina, Independencia, Fray Ceferino, González Besada, Lila, Pérez de la Sala, Cimadevilla, Matemático Pedrayes, Covadonga, Cervantes, Rosal, 19 de Julio y Caveda. Unas eran discretas, casi ocultas, y otras se delataban por el percherón amarrado al carro plano delante de la puerta. En esos negocios a veces vendían también picón para los braseros, que se preparaban amorosamente en las casas a media mañana, a golpe certero de badila, con el último movimiento o «rúbrica» para asegurar el calor suave y duradero. También los braseros, que calentaban de pies a cabeza, fueron buenos para tutelar los estudios.

El carbón, tan presente en los inviernos ovetenses de antaño, tiene relación con la infancia, porque junto con la amenaza de las carboneras también se amedrentaba a los niños con carbón en la mañana de Reyes, si no habían ido suficientemente buenos y aplicados. Y la cruel zozobra entraba en los corazones infantiles, propensos a la incertidumbre, así hasta que se inventó el carbón de azúcar.

Ahora, nada, se acabó el carbón y ya no hay penachos de humo que trepen al cielo plomizo de Oviedo.