Dando la lata

Nochebuena

Ricardo V. Montoto

Ricardo V. Montoto

Se aproximan fechas difíciles. Porque no recuerdo ninguna Nochebuena sin mi madre. Hasta ahora.

Para ella era el día más esperado del año, su día, que en casa procurábamos no fastidiar aunque no tuviéramos el mismo entusiasmo navideño. Y, como si le dieran cuerda, desde por la mañana era un continuo ir y venir. Y un abundante llegar de ricas viandas. Y los retoques al árbol cargado de bolas. Y al belén. Y la disposición de la mesa, preciosa, con todo lujo de detalles, junto a una chimenea que lanzaba calor y confort. A media tarde, de la cocina comenzaban a salir los olores más embriagadores y ella canturreaba feliz mientras cortaba el turrón y repartía las figuritas de mazapán. El caldo con los curruscos de pan tostado, los langostinos con mayonesa y, en el horno, la pularda rellena de frutas y borracha de brandy. El menú de casi todos los años, nuestra cena de Nochebuena, lo que siempre preferíamos para ese día, el olor y sabor de mi casa. Porque cada hogar desprende un olor particular y el mío, el de mis padres, también. Y el de Nochebuena era inconfundible.

Para el discurso del Rey ya convenía estar arreglados. A ella la recuerdo con una falda negra de terciopelo y una blusa dorada de seda. Y con un mandil de quita y pon para las últimas operaciones en la cocina. Tras el himno nacional y con música clásica de fondo, todos a la mesa para, previas las correspondientes bendiciones, atacar aquella cena que siempre sabía igual. Igual de deliciosa.

Y me estoy viendo acompañándola a la Misa del Gallo, cuando era a su hora, a medianoche, apretando el paso y respirando un aire como el hielo. Y recuerdo las carreras bajo la nieve para cargar más leños. Y jamás olvidaré el brillo de sus ojos y el especial estado de ánimo aquella noche. Porque para ella, como para millones de seres humanos, la Nochebuena simbolizaba el inicio de la historia que da sentido a nuestra existencia.

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