Triscornia y la solidaridad casina

Emigrantes afincados en Cuba recogían a los recién llegados para evitarles las penosas cuarentenas

Juan Manuel Estrada

Juan Manuel Estrada

La historia casina se nutre de mares y montañas, desde las nevadas cumbres a los cálidos atardeceres del Caribe o el rosario de mínimas aldeas que se desparramaba por las grandes avenidas de Buenos Aires, un pasado que no debemos olvidar.

Cuando la nave tronchaba con su proa las procelosas aguas del Atlántico y la muerte acechaba a Vicenta Beronda, tan joven y hermosa, en aquel vapor de legendarios ecos – "Pájaro del Océano"– camino de Sagua, la inmensa fortuna de su tío y esposo don Juan Beronda ordenó retornar a puerto. Y allá, en la ría de Vigo, frente al viejo lazareto de San Simón, expiró la frágil niña de Beloncio; sucedía en 1856 y sería don Leoncio Gutiérrez quien participase posteriormente en el traslado de los restos de Vicenta al nuevo panteón de San Juan de Berbío. Del tal Leoncio vendrá su apellido a la historia de nuestra Lastra, la mansión hoy convertida en hotel que preside la capital casina. Traemos a colación este episodio pues a piloñeses y casinos nos unieron antaño demasiados vínculos y nos da pie a hablar de los lazaretos que, como el de San Simón, eran levantados generalmente en lugares espectaculares de las costas y venían a ser centros de internamiento a modo de sanatorios donde se recluía provisionalmente a los viajeros interoceánicos. Quizá los desastrosamente gestionados CIE actuales guarden un mínimo parecido, aunque en aquellos lo que primaba era, en teoría, mantener a la población a salvo de epidemias como la fiebre amarilla.

En La Habana, las autoridades norteamericanas, que dirigían la antigua provincia como nueva colonia, fundaron en 1900 el campo de cuarentena de Triscornia, que funcionó hasta la Revolución de 1959. Desde ese momento, cualquiera que arribase a la isla debía permanecer internado hasta que un familiar o un contratante le reclamase; por supuesto, los adinerados viajeros de primera no debían pasar tal requisito.

Se habían acabado los tiempos en los que los casinos arribaban desde los trasatlánticos al puerto habanero con sus ixuxús, sus vivas a Casu, sus quesos y calzados con madreñas. La estación de Triscornia, ubicada junto al fuerte de San Diego en la bahía, fue en sus inicios lazareto temporal en el que se prestaban atenciones a los recién llegados, pero al poco se convirtió en un lugar inmundo, donde el maltrato y la arbitrariedad se cebaba con los inmigrantes. En cierto modo Triscornia era un remedo de la isla Ellis, puerta del sueño americano frente a la estatua de la Libertad; cientos de miles de españoles pasaron por aquellas instalaciones en las que incluso debían pagar por su estadía y realizar penosos trabajos de mantenimiento. La mano férrea de los yankis en nada se asemejaba a la impronta dejada por España, lo que inicialmente tenía el propósito de erradicar las epidemias sirvió pronto para la fiscalización de movimientos; la idea de que los norteamericanos pretendían sustituir a la mano de obra europea por los negros recién salidos de la esclavitud tomaba consistencia.

Sin embargo, por lo que respecta a nuestros emigrantes no tenemos constancia de largos periodos de internamiento en Triscornia. La causa: la admirable fraternidad en los difíciles comienzos de quienes querían emprender una vida mejor lejos del empobrecido terruño, todo un ejemplo en el que mirarse hoy día. En junio de 1908, bajo el lema "Ningún casín pasará hambre en Cuba", se fundó la Sociedad Casina de La Habana. Deberíamos releer una y mil veces las palabras pronunciadas por su presidente Fernando Lobeto en el acto de homenaje a don Saturno Miguel, allá por 1913: "La Sociedad Casina tiene el deber de ir a los buques a recoger a todos los casinos que vienen a esta república, garantizando su salida de la dolorosa Triscornia, recogiéndolos, buscándoles ocupación y sufragando los gastos de su vida Ínterin no encuentren trabajo (…). Pensad que de Campo de Caso no deben salir esclavos sino hombres". Si esta breve columna pudiera albergar el discurso completo de Fernando Lobeto en los jardines del alto Palatino, comprenderíamos la enorme solidaridad y los gigantescos corazones de nuestros antepasados, de los que volvieron ricos con sus haigas y leontinas de oro y de los que allá quedaron añorando el borrín y la mayada.

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