Matar el campo

Ricardo V. Montoto

Ricardo V. Montoto

«¿Quién es ese elegantísimo, orondo y gran caballero? Ese es un intermediario en el negocio frutero». Ya lo cantaban Los Sabandeños en los años 80, denunciando el enriquecimiento de unos pocos a costa del esfuerzo de las gentes del campo, siempre condenadas a la miseria.

Pasan los años y poco cambia. Al agricultor le pagan diez céntimos por lo que a nosotros se nos cobra un euro y pico. Y las escandalosas subidas de precios de los alimentos nada tienen que ver con las remuneraciones a los productores que, además, compiten en evidente desigualdad frente a la producción importada. La descomunal inflación tiene lugar en el camino entre la planta, el establo y la estantería.

No sorprende que el campo se harte de los abusos. Lo extraño es que aguante tanto en silencio, que se queje sin alzar la voz, que se resigne al sangrado hasta la muerte del mundo rural, el que nos da de comer.

Cierto es que la falta de unión es el factor determinante de esta injusticia. Somos un país de envidiosos de mirada corta, en el que «así entuerte yo si el vecino se queda ciego». Y eso es terreno abonado para los linces, que sí saben organizarse.

Las tractoradas, a remolque del resto de Europa, se irán disolviendo con unos cuantos caramelos, propinas para que vuelva el silencio. Pero mientras no se genere un cambio de mentalidad y se consienta que la agricultura, la ganadería y la pesca sean dirigidas desde los despachos capitalinos, con criterios urbanitas, a decenas de kilómetros de una tomatera, una sardina y una oveja, todo continuará igual.

Poder vivir razonablemente bien de la alimentación humana no tiene nada de malo. Lo imperdonable es que se hayan consolidado auténticos imperios engordados gracias a la especulación con los productos básicos, los que necesitamos para vivir.

Y, hemos de reconocerlo, es de una estupidez infinita que millones de seres humanos se sometan dócilmente a esta injusticia que hace que comer de modo saludable esté convirtiéndose en un lujo.

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