El estallido hace ahora cien años de la I Guerra Mundial (1914-1918) llevó a los países contendientes a la devastación, y una oleada de desolación, muerte y destrucción recorrió Europa; pero la llamada Gran Guerra abrió uno de los períodos más lucrativos y fastuosos de enriquecimiento en las naciones que, como España, se mantuvieron neutrales. Asturias y las regiones industriales punteras alcanzaron cotas de encumbramiento desconocidas, sus tasas de producción y empleo generaron una corriente de prosperidad vertiginosa, y las clases dirigentes vivieron un raudo y descomunal proceso de acumulación capitalista excepcional.

Las grandes fortunas de la burguesía carbonera y metalúrgica asturiana, con conexiones con los ferrocarriles, las navieras, los astilleros y la banca, multiplicaron sus patrimonios.

La codicia sobre el carbón, que reforzó su valor estratégico, y la especulación de precios que alimentó el conflicto como consecuencia de la entrada en guerra de los grandes productores hulleros (Gran Bretaña, Bélgica, Francia, Alemania y otros), la suspensión de los flujos internacionales de suministro por el acaparamiento del mineral por la industria militar de los países beligerantes y el hundimiento de buques carboneros de países neutrales por la flota submarina fomentaron la proliferación de «chamizos» y pequeñas explotaciones improvisadas en las que aventureros y promotores de aluvión intentaron reproducir los mecanismos de enriquecimiento que había seguido la oligarquía hullera e industrial que se formó en la región durante su desarrollo industrial decimonónico y la primera década del siglo XX.

El carbón asturiano, combatido y controvertido desde el XIX por sus debilidades caloríficas, su fragmentación y contenido en cenizas y por su alto coste de extracción a causa de las complejas características de las explotaciones (en particular, por sus capas verticales y estrechas, y la elevada presencia de grisú) pasó a cotizar, en aquel cuatrienio bélico, como si fuese «oro molido», en expresión del dirigente socialista Andrés Saborit.

Las masas obreras, que habían vivido vicisitudes y derrotas en los años previos, caso de la «Huelgona» de 1906 -con epicentro en Mieres- y las graves tensiones en 1909, 1910 y 1911-con especial virulencia en Gijón-, el nacimiento del SOMA en 1910 como arma defensiva en las cuencas mineras y el nuevo fracaso de la huelga de 1913 en Duro, lograron una recuperación de sus salarios durante el período de pujanza bélica por la escasez de brazos para asumir los incrementos de producción, aunque sus ganancias se vieron atenuadas por el alza de precios y la inflación.

Por ello, más que de mejora de las clases populares, el cuatrienio 1914-1918 fue un período de relanzamiento de la vía nacionalista de la industria española y asturiana, una etapa de esplendor de las capas empresariales con tradición industrial y años de fulgurante ascenso social de aquellos otros aventureros e intrépidos que apostaron de forma trepidante por una economía de casino, en lo que Tuñón de Lara tipificó como «un período de ganancias sin tasa» para las empresas pero también para «los especuladores de todo género». Eran los «empresarios de ocasión», según expresión del banquero asturiano Ignacio Herrero Garralda, en lo que él mismo definió como la «era de oro» del carbón.

Asturias, que era la primera potencia carbonera de España (producía el 66% de la extracción nacional) y la segunda siderúrgica, se vio impelida a incrementos de producción para satisfacer aquella parte de la demanda que ya no podían atender las importaciones, que, con más de tres millones de toneladas en el año previo a la guerra, habían cubierto hasta entonces el 41% del consumo de carbón. En 1918, al término de conflicto, el mineral extranjero apenas satisfacía el 8,75% de la demanda, según Santiago Roldán y José Luis García Delgado.

En aquella fiebre carbonera valía todo -incluso «escombros y productos que de ninguna manera pueden utilizarse en forma aprovechable», dijo entonces el periódico «El Sol»-, y ni tan siquiera era «problema grave que la productividad bajase» a consecuencia de la explotación de yacimientos adversos, «porque el aumento de los precios absorbía los aumentos de los costes», según Rafael Anes y Alfonso de Otazu. «Lo esencial es conseguir carbón, cueste lo que cueste, dijo en 1916 «El Economista», una publicación española de la época.

Entre 1914 y 1918 la producción española de carbón aumentó el 68%, y el precio de venta del mineral se encareció de media el 274,4%. Los embarques de carbón en el puerto de Gijón pasaron, según Ramón Alvargonzález, de 548.302 toneladas a más de un millón. Todo ello supuso que de las 129 minas que había en Asturias en 1914 se pasara a 314 en 1918, según Manuel Díaz-Faes, y que la cifra de mineros saltara de 18.000 a 39.000.

Ante la imposibilidad de reclutar en Asturias a todo el personal que demandaban las explotaciones, porque otros muchos sectores industriales también estaban viviendo fuerte ascensos de los pedidos, la producción y el empleo, y porque las migraciones a América persistieron e incluso se incrementaron -según Jorge Uría y Francisco Erice- a partir de 1914, el período bélico supuso para Asturias un súbito aumento de la inmigración interior como consecuencia de lo que David Ruiz calificó como una «avalancha» de mano de obra que desde todas las regiones de España sobrevino sobre Asturias.

Pero ni con esta expansión del empleo y de la producción fue posible cubrir en su totalidad la demanda, según Carles Sudriá.

Un facultativo de minas asturiano de la época, Julián García Muñiz, aseguró que llegaron a aprovecharse hasta los menudos abandonados en las escombreras desde hacía años.

La elevación súbita e intensa de la cotización del carbón obligó al Gobierno español a intervenir los precios, tasándolos en 1916 para usos domésticos mediante la declaración del mineral como artículo de primera necesidad.

Fue, además, el tiempo de «la especulación desenfrenada» y de «la conquista de mercados internacionales por las empresas españolas», según Tuñón de Lara, burlando bloqueos y riesgos marítimos con tal de aprovechar el «alza astronómica de precios». Algunas fortunas españolas y asturianas se originaron entonces con el aprovisionamiento a las fuerzas combatientes, no importaba de qué bando, y a veces a ambos a la vez.

En abril de 1918 la «Revista Minera» aseguró que «explotar una mina de carbón equivalía a tener una fábrica de moneda». El bisnieto de uno de los grandes empresarios hulleros asturianos de la época e impulsor de una de las más acrisoladas estirpes carboneras y financieras de la región en el período lo sintetizó así en una conversación privada: «Entonces ser dueño de una mina era como hoy serlo de un pozo de petróleo». De esta época data la generalización de los pozos verticales en las grandes compañías hulleras para acceder a nuevos campos de explotación.

Algo similar ocurrió en la industria siderúrgica asturiana, con las tres grandes factorías de Duro Felguera, Fábrica de Mieres y Moreda-Santa Bárbara. Entre 1913 y 1918 la producción española creció el 110,3%, y el precio de venta del hierro se disparó el 265,3%, y el del acero, el 840%.

Las navieras fueron negocios también boyantes por el encarecimiento de los fletes internacionales. El sector marítimo asturiano vivió por ello una edad dorada, con la proliferación de navieras, consignatarios, fletadores, comisionistas y otros negocios vinculados.

Las exportaciones a los países beligerantes y la sustitución de importaciones en el mercado interior supusieron un efecto no menos favorable para la industria textil, representada en Asturias por La Algodonera y otras compañías. Sólo al final del período, y a resultas de la entrada de EE UU en la guerra (1917), se frenó el auge fabril por el encarecimiento de las importaciones del algodón norteamericano.

Otros sectores productivos prototípicos de la primera Revolución Industrial, dominantes en la estructura productiva asturiana, vivieron su propia bonanza. Y unos y otros sectores líderes generaron un efecto inducido sobre el resto de los ámbitos de actividad.

Todo ello se tradujo en lo que Juan Vázquez definió como «uno de los momentos estelares» de Asturias en «toda su historia».

«Cuando comenzó» el conflicto bélico «se contaba por reales, y al acabarse se hablaba en pesetas», escribió de forma muy gráfica Apolinar Rato, tío de Rodrigo Rato.

La balanza de pagos española, que había tenido saldos negativos antes de la guerra, entró, por la caída de las importaciones y el aumento de las exportaciones, en una fase de superávits entre 1915 y 1919.

Esta «monumental absorción de beneficios», que, en expresión de Juan Muñoz, «originó la I Guerra Mundial» no tuvo una proyección homogénea sobre el conjunto de la población. El valor total de la producción hullera asturiana creció el 334% entre 1914 y 1918; los beneficios de algunas de las mayores empresas carboneras de la región aumentaron entre el 704% y 3.949%, y los jornales mineros mejoraron sensiblemente menos: el 164,5% de media. Pasaron de 4,12 a 10,9 pesetas. La carestía de la vida erosionó, además, parte de esa ganancia de valor nominal de los salarios. Con todo, los mineros fueron favorecidos respecto a otros trabajadores y el consumo se disparó allí donde mejoraron los salarios; pero la brecha de riqueza entre ricos y pobres no se estrechó, sino que se agigantó. Y esto fue causa de graves conflictos y tensiones sociales.

El fin de la lucha armada en Europa dejó en Asturias una dura fractura social, grandes desigualdades económicas, un exceso de minas no competitivas y graves problemas estructurales

En los años de la I Guerra Mundial, en los que algunos grupos dinásticos cambiaron de apellidos, muchos empresarios mineros asturianos adquirieron o construyeron palacetes como expresión de su ascenso social y de su inserción en la élite de la oligarquía y cuando la burguesía asturiana reforzó su proyección hacia otros ámbitos y negocios, los asalariados apenas habían logrado -salvo parcialmente en Asturias, Vizcaya y Barcelona- avances sustanciales en su capacidad adquisitiva porque las mejoras salariales, inferiores al aumento de los beneficios, quedaron lastradas por la espiral de precios propia de una economía recalentada y muy especulativa.

Bajo la «burbuja» de la suntuosidad, los enriquecimientos rápidos, la revalorización rauda del carbón, el acero y otros materiales básicos y las exhibiciones ostentosas de riqueza -fueron los años en los que, según se dijo, algún plutócrata encendía sus cigarros habanos con billetes ardiendo-, el malestar social, que no había sido acallado por las derrotas obreras de los primeros años del siglo, siguió creciendo hasta el estallido de la huelga general revolucionaria del verano de 1917. El banquero Herrero Garralda escribió que «el sentir general fue de indignación ante los supuestos beneficios» que, en su opinión, fueron «exageradísimos por la fantasía popular».

La huelga se desencadenó en Valladolid en la Compañía de los Caminos de Hierros del Norte, la empresa ferroviaria que unía Madrid con Gijón, entre otras rutas, y cuyo presidente era el gijonés FaustinoRodríguez San Pedro. La chispa de la protesta incendió al movimiento obrero español y desde el ferrocarril se propagó a otros sectores por casi todo el país.

El primer antecedente fue la convocatoria de 1916, que en Asturias movilizó al Ejército y a la Guardia Civil, reforzados con batallones de los regimientos de Burgos y León, lo que no impidió el paro de los trenes y las minas, la extensión del conflicto a Gijón y los enfrentamientos sangrientos de militantes del SOMA y del Sindicato Católico en Aller. El Gobierno decretó el estado de guerra y suspendió las garantías constitucionales, clausuró los centros obreros y militarizó a los ferroviarios. El conflicto concluyó con un laudo que supuso una mejora de los salarios más bajos y la obligación para las empresas de reconocer a los sindicatos como interlocutores.

La tensión persistió, y una combinación explosiva de malestar político con el sistema ya en declive de la Restauración, la insatisfacción ciudadana por el alza de precios, las inquietudes sindicales de los asalariados, las represalias por la huelga de 1916 y la represión de una protesta ferroviaria en Valencia, los despidos disciplinarios de Norte en Valladolid y el aumento no tanto de la miseria de amplios sectores de la población como de las diferencias sociales por la vertiginosa espiral de los beneficios empresariales abocó a la convocatoria revolucionaria de agosto de 1917.

La protesta se propagó a Andalucía, Galicia, Asturias, León, Vizcaya, Barcelona y Madrid. Hubo una durísima intervención del ejército, que dejó 71 muertos y los integrantes del comité de huelga fueron condenados a cadena perpetua En Asturias el conflicto se prolongó un mes más que en otras provincias y no fue sofocado hasta el 17 de septiembre.

El entonces comandante Francisco Franco, destinado en el regimiento del Príncipe, de Oviedo, y que participó en el aplastamiento de la protesta en Asturias, dijo haber recibido «una orden de operaciones para batir a los obreros como alimañas». Al entonces capitán general de Madrid se le atribuyó esta frase: «La vida de un obrero vale 0,15 pesetas, que es lo que cuesta un cartucho». La respuesta fueron sabotajes y atentados por parte de los huelguistas.

Para la represión de la insurgencia se recurrió, entre otros métodos, a un convoy de ferrocarril, denominado popularmente como «el tren de la muerte», que recorrió el valle del Caudal y desde el que los soldados disparaban a discreción sobre los sospechosos.

Si la I Guerra Mundial supuso la fractura del movimiento obrero europeo con vocación internacionalista (fracasaron los llamamientos de la izquierda a la clase trabajadora para que se rebelara contra sus gobiernos y no acudiera a las trincheras a matar a sus congéneres de clase), la huelga general de 1917 dividió al movimiento patronal asturiano, escindido entre la dureza de la Agremiación Patronal Gijonesa y los sectores hulleros y siderúrgicos más integristas y los grupos burgueses que optaron por el reformismo político y la comprensión del movimiento obrero de entonces. Para muchos analistas, lo que ocurrió en 1917 determinó el fin inevitable del sistema de la Restauración unos años más tarde y fue precursor de la caída de la monarquía en 1931.

La matanza europea, en una de las guerras más devastadoras y crueles que se hayan conocido, ocultó en los países combatientes los efectos mortíferos de la que está considerada como una de las pandemias más letales de la historia: se estima que la gripe de 1918-1919 causó entre 50 y 80 millones de muertes, equivalentes al 1,5% de la población mundial. Aunque en España la tasa de mortalidad fue similar, la notoriedad mediática de lo que se denominó el «mal de moda» y el dramatismo y miedo con el que se vivió fue mucho mayor por la ausencia de una masacre bélica masiva como la que estaba diezmando a toda una generación de jóvenes europeos. Sólo por esta razón una epidemia que no había surgido en España pasó a ser conocida como la «gripe española».

Aun con estas y otras vicisitudes, aquel periodo extraordinario de lucro expandió una sensación de optimismo y pujanza generalizados en la vida social, que sufrió mutaciones propias de las épocas venturosas. El Sporting de Gijón, que databa de 1905, construyó su primer graderío para el público en 1917 y en Oviedo se constituyeron el Club Deportivo Oviedo (1914) y el Stadium Ovetense (1919), cuya fusión dio lugar al nacimiento del Real Oviedo en 1926.

El fin de la contienda en 1918, el restablecimiento de los aprovisionamientos de los países europeos, la normalización de los flujos comerciales internacionales y la reanudación de las importaciones carboneras y siderúrgicas europeas acabó con la «excepcional coyuntura» que para Asturias supuso la I Guerra Mundial.

Asturias se encontró con un exceso de minas no competitivas, con una masa laboral superior a la que iba a poder absorber en condiciones económicas normalizadas y con un modelo industrial fundamentado en unos recursos hulleros cuyo valor estratégico había desaparecido y cuyos problemas estructurales continuaban sin resolverse.

«Los acontecimientos bordeaban la tragedia por la grave crisis económica que padecía la región asturiana», escribió el socialista Andrés Saborit. Durante el verano de 1919 el dirigente minero Manuel Llaneza expuso en la Casa del Pueblo de Madrid la gravedad de la situación económica de la región: «En Asturias hay medio millón de toneladas de carbón que no tiene salida, están parados por falta de trabajo 3.000 obreros y otros 3.000 trabajan sólo la mitad de los días».

Las explotaciones hulleras de aluvión que se improvisaron durante la contienda cesaron en su actividad, las empresas mineras consolidadas se encontraron con excesos de plantilla y precios a la baja, el carbón asturiano volvió a enfrentarse al británico -de menor coste y mayor calidad-, muchas compañías marítimas entraron en crisis a partir de 1919 (en 1921 se produjeron innumerables quiebras de empresas navieras) y la siderurgia se vio afectada, a partir de 1920, por lo que Luis Adaro definió como «una gran depresión» y Santiago Roldán y José Luis García Delgado como una «situación regresiva», de la que el sector no empezó a recuperarse hasta 1923.

El sueño de la prosperidad había acabado. Los grandes capitales generados durante el esplendor hullero buscaron acomodo en las finanzas.

Los primeros años 20 conocen un nuevo movimiento de constitución de bancos en Asturias como forma de diversificación y de proyección a un nuevo estadio de las ganancias atesoradas. Y Asturias volvió a ser un clamor en demanda de un proteccionismo que amparara a las minas y a la industria regional de la competencia exterior. Todo volvió a su sitio.