Un gran silencioso lleno de palabras

José Luis Argüelles

José Luis Argüelles

A Luis Fernández Roces, el querido maestro, lo retraté en una ocasión como el gran silencioso al que nunca le faltaban las palabras, esos vocablos exactos con los que fue componiendo sus novelas, cuentos y poemas. Es, sin duda, uno de los mejores escritores asturianos de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de la nueva centuria. Esta es la verdad. Pero como evitó siempre el ridículo papel de figurón literario, que diría Rafael Sánchez Ferlosio, se le ha leído poco a este y al otro lado del Payares. Las famas tienen otras fraguas. Al igual que su amigo José Antonio Mases, otro de los buenos, se acostumbró a la discreción de la provincia y a la humildad de las esquinas. Y ahí, desde la sencillez y modestia con las que siempre escuchaba y conversaba, dio curso a una escritura de estilo preciso en la que destaca el humanismo de mirada compasiva y la inquietud de raíz existencialista.

Sus cuentos son deslumbrantes mecanismos que le sitúan como uno de los más extraordinarios cultivadores del género. Así lo vieron algunos antólogos sin prejuicios, sin orejeras. Francisco García Pavón o Medardo Fraile, que conocían bien esa harina porque eran excelentes panaderos, incluyeron a Fernández Roces en sus imprescindibles "Antología de cuentistas contemporáneos" y "Cuento español de posguerra". La prosa de Luis es siempre tersa y en sus historias encontramos esa veta que solo nos dan los mejores: emoción y geometría, una visión del mundo.

De su media docena de novelas, a él le gustaba especialmente "El buscador", aunque no es empeño menor el largo monólogo de un artefacto verbal tan sostenido como es el que ofrecen las páginas de "La borrachera". Desde hace tiempo le daba vueltas a otra narración larga. No sé si llegó a concluirla. El listón de su autoexigencia era alto. Y fue un poeta que publicó tardíamente. Cuando dio a la estampa "Viejos minerales", en Trea, había cumplido ya los 70 años, aunque en ese libro cuajado de endecasílabos y heptasílabos incluyó versos que escribió apenas adolescente.

La vocación primera de Fernández Roces fue la poesía. Y mantuvo siempre esa fidelidad. Sus versos, meditativos a veces y narrativos otras, huyen de la impostura y de los tonos impostados. Nacido en Pumarubule en 1935, es decir, entre dos guerras, su lírica transparenta un muy personal acercamiento a los territorios mineros de su infancia, una sísmica del corazón. Y ofrece también una sustancial reflexión sobre las metáforas asociadas a la vida y la muerte. Temas universales, pero ligados a la circunstancia personal.

Luis me contó en una ocasión que dio con la literatura en un hórreo de su localidad natal, donde descubrió, entre otros libros arrumbados, "Un capitán de quince años", de Julio Verne. La aldea y el orbe. A partir de ese insospechado hallazgo hizo la lectura una vía de la imaginación y del entendimiento, que derivó en la necesidad de urdir sus propias historias y de hallar la métrica de su bonhomía. Empático y cabal, fue un escritor volcado en su profesión sanitaria y que cuidó, a la vez, cada una de las palabras que nacían de sus atentos silencios. Lo dicho, sí, un gran silencioso lleno de las palabras necesarias.

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