Superar la desafección: un reto para el Estado

Ricardo Gayol

Ricardo Gayol

Fue el socialista José Montilla, a la sazón Presidente de la Generalitat de Cataluña en julio de 2010, cuando el Tribunal Constitucional recortó el Estatut, aprobado por las Cortes Generales y por el pueblo catalán en Referéndum en 2006, quien dijo abiertamente que la desafección era el problema existente entre el Estado y Cataluña.

Esa desafección fue creciendo durante los posteriores gobiernos del PP hasta que se decantó en el Procés, que culminó en la jornada del 1–O de 2017 y la teórica declaración de Independencia de Carles Puigdemont.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución a Cataluña y las subsiguientes elecciones no modificaron la situación, y menos aún los encarcelamientos y exilios de los dirigentes catalanes, ni el juicio y sentencia del Tribunal Supremo, con condenas impropias de todo punto respecto a la actuación producida. Es de notar que el desarrollo del Procés fue significativamente pacífico sin que la violencia tuviera lugar en ningún momento, excepto en el propio 1-O donde fueron las fuerzas de orden público quienes protagonizaron los incidentes conocidos con un millar de heridos entre la ciudadanía catalana, solo por querer votar.

La gestión de los gobiernos de Pedro Sánchez ha supuesto un alivio en esa dinámica: la creación de la Mesa de Diálogo entre los gobiernos de Cataluña y del Estado, aunque Junts se quedara fuera por voluntad propia, los indultos a los encarcelados y las modificaciones operadas en el Código Penal respecto al delito de sedición y a la malversación, han conformado un nuevo escenario pacífico, que permite explorar nuevos pasos en el camino de la normalización.

Hay ocasiones en que la coyuntura histórica hace coincidir la necesidad y la virtud. Es cierto que Sánchez precisa el voto del independentismo para su Investidura, pero también es cierto que su trayectoria acredita claramente su voluntad de que el independentismo participe en la gobernabilidad y, igualmente, de que la superación del conflicto catalán sea realidad, sin que nadie renuncie a sus principios, pero en un clima de diálogo y de respeto al marco jurídicopolítico.

En este contexto, la amnistía a los imputados del Procés, en sus distitntos niveles y modalidades, es un paso absolutamente lógico y positivo para que la desafección pierda vigencia y se abra una nueva etapa de búsqueda de acuerdos y de cooperación positiva hacia el futuro.

A estas alturas, habría que preguntar a los feroces detractores de esta medida de gracia, qué solución ofrecen ellos para hacer posible la convivencia dentro del estado español, cómo pueden pensar que Euskadi, Cataluña y Galicia pueden aceptar su modelo imperialista españolista para recorrer el siglo XXI. Esa visión anacrónica es un suicidio político, menos mal que no la podrán aplicar.

Además, hay que manejar con sentido dialéctico la cuestión del Referéndum: es ineludible que 13 años después del rebaje del Estatut, Cataluña vote. Habrá que negociar bien qué tipo de Referéndum permita facilitar el consenso entre las partes, pero hay partido y eso puede tener muy diversas opciones que puedan contentar a los actores. No hay que jugar al veto y sí a la sana dialéctica.

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