En el desierto del Sahara no se ve horizonte

La guerra con Marruecos y el retroceso de la cooperación internacional han empeorado la precaria situación de los campamentos de refugiados saharauis; pese a ello, la población resiste

Vista general del campamento de El Aaiún.

Vista general del campamento de El Aaiún. / Sol Espías Gómez-Arias

Sol Espías Gómez-Arias

Los cooperantes internacionales han retornado a los campamentos de refugiados de Tinduf después de los dos largos años de restricciones en las fronteras argelinas por la epidemia de covid-19; se han reanudado los vuelos para las familias de acogida de los niños que pasan las vacaciones estivales en España y para los simpatizantes de la causa saharaui. Vuelven los reencuentros en las jaimas y los viajeros regresan con las últimas noticias. La doctora asturiana Sol Espías Gómez-Arias, que colabora con el programa solidario «Vacaciones en paz», regresó de Tinduf hace unas semanas y comparte con los lectores de LA NUEVA ESPAÑA su testimonio de lo que allí vio, lo que le contaron y lo que ella misma vivió.

El éxodo y el olvido

Miles de personas sufren el más injusto de los exilios desde hace más de 50 años en los campamentos de refugiados saharauis en Argelia. Hasta 1975 vivían en un país provisto de gran riqueza por los yacimientos de fosfatos, hierro y otros recursos minerales del subsuelo, gas, petróleo y una extensa zona costera de gran relevancia pesquera. Eso cambió con la “marcha verde y la ocupación ilegal de su territorio por Marruecos y Mauritania y la irresponsabilidad de España, que, mirando hacia otro lado, abandonó la que hasta entonces había sido su provincia 53.

La suerte de los saharauis dio un giro hacia una trágica decadencia. Fueron abandonados, privados de sus bienes y de su libertad. Se produjo un éxodo masivo de la población civil saharaui hacía los territorios controlados por el Polisario. Los civiles fueron bombardeados y Argelia cedió parte de su territorio, cerca de la ciudad argelina de Tinduf, al suroeste del país, para salvaguardarlos de los ataques. Los saharauis atravesaron el desierto argelino, caminaron durante meses, incluso años, en condiciones infrahumanas.

Desde arriba: vista del mercado; la autora del texto (en el centro del grupo de la izquierda) con otras mujeres, y una imagen de la escuela en mayo.

Interior del dispensario de salud. / Sol Espías Gómez-Arias

Dejaron atrás su vida, su historia y a parientes a quienes no volverían a ver, porque, a partir de esta huida, las familias fueron separadas y más tarde incomunicadas por una gran muralla, de 2.720 kilómetros de longitud, construida en 1980 por Marruecos en el territorio ocupado del Sahara Occidental. Es una zona militar con búnkeres, vallas y campos de minas, levantada para evitar las incursiones del Frente Polisario y evitar el retorno de los refugiados saharauis a su tierra. Un "muro de la vergüenza" caído en el olvido.

Un hogar en el desierto

A medida que los refugiados saharauis se instalaban en territorio argelino, comenzaron a formar asentamientos y así surgieron los campamentos o "wilayas", que, con el tiempo y el crecimiento demográfico, se estructuraron en núcleos menores de población, las "dairas". Cada daira se divide en barrios, y cada una cuenta con escuela y dispensario.

En el desierto del Sahara no se ve horizonte

Una imagen de la escuela en mayo / Sol Espías Gómez-Arias

Hay cinco wilayas que reciben el nombre de las ciudades originales del Sáhara Occidental: El Aaiún, la capital; Smara, la ciudad sagrada; Aousserd, la pequeña ciudad interior del país; Dajla, la gran portuaria, y Bojador, hasta el 2011 llamada "27 de febrero".

La capital administrativa es Rabuni, donde se localiza la presidencia, los ministerios y las administraciones de los servicios públicos de la RASD (República Árabe Saharaui Democrática). Es también donde se centraliza la ayuda humanitaria, en los almacenes de la Media Luna Roja del Sahara. Los campamentos están en el desierto o "hamada", una infinita extensión de terreno llano, un pedregal con temperaturas extremas, donde no hay agua ni vegetación y donde sobrevivir es casi imposible. Solo la fortaleza y la resistencia del pueblo saharaui le ha permitido habitar esas tierras durante las últimas cuatro décadas.

En el desierto del Sahara no se ve horizonte

La autora del texto (en el centro del grupo de la izquierda) con otras mujeres / Sol Espías Gómez-Arias

Los más jóvenes son refugiados de tercera generación que nunca han conocido su patria. Una gran parte de la población se aloja en tiendas, "jaimas", sin agua corriente; otros viven en casas de adobe que se deshacen con el viento y la lluvia. Tienen una pequeña habitación donde comen, duermen, comparten y hacen la vida en familia, una familia numerosa y extensa. Adosada a ese espacio hay una mínima cocina con hornillo en el suelo y, en ocasiones, un horno para el pan. Separada de la casa, una pequeña construcción cuadrada les sirve de letrina. Las cubiertas son de uralita y por ellas se filtra el agua de lluvia, el calor abrasador durante el día y el frío gélido en la noche.

Hace años comenzaron a verse casas hechas con bloques mal apilados. Ahora ya se ven construcciones de ladrillo y tejados aceptablemente aislados. Además, la llegada de la electricidad a todas las "wilayas" ha supuesto un gran avance. El agua sigue siendo un bien muy escaso. Cada casa suele tener un depósito que el Gobierno argelino rellena y que no cubre las necesidades mínimas de la familia. El agua que beben y con la que cocinan es salada y no está bien potabilizada.

En el desierto del Sahara no se ve horizonte

Vista del mercado / Sol Espías Gómez-Arias

Salud, alimentación y educación

La mayoría de la población depende casi totalmente de la ayuda internacional para subsistir y ésta ha ido decreciendo con los años. Llega de ACNUR (Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados) y del Programa Mundial de Alimentos. También de las ONGs y de aportaciones individuales a las familias.

Se estima que dos tercios de las mujeres que viven en los campamentos saharauis sufren anemia y un tercio de los niños padece desnutrición crónica. Los niños crecen, en muchos casos, sin el alimento necesario para su desarrollo y privados de lugares de expansión más allá de la arena. Un globo es el mejor juguete. Han aprendido a ser felices con todo y sin nada. Están escolarizados.

En el momento de la invasión marroquí, el índice de analfabetismo se acercaba al 95%, hoy en día el número de saharauis capaces de leer y escribir supera el 90 por ciento. Los profesores son en su gran mayoría voluntarios. Su trabajo no está remunerado, como mucho se ve incentivado con 30 o 50 euros al trimestre y un kilo de carne de camello cuesta nueve euros.

En los campamentos de refugiados de Tinduf los hospitales de las "wilayas" y los dispensarios en las "dairas" prestan atención sanitaria a la población. Las mujeres han sido formadas como auxiliares de enfermería y en el ámbito sanitario global, principalmente en atención pediátrica, obstétrica y para resolver patologías tan frecuentes allí como la hipertensión y la diabetes.

En Rabuni se encuentra el Hospital Central. Parte del personal sanitario es cubano y rota por periodos de tres años. La atención es limitada por la escasez de medios y la precariedad de los salarios. Hay estudiantes saharauis formándose en el extranjero, principalmente en Cuba, para ser enfermeros o doctores. Se ha creado también una escuela de formación de enfermería y hay otras iniciativas que el Ministerio de Salud ha puesto en marcha, con progresos lentos. Los cooperantes sanitarios son los que proporcionan un balón de oxígeno a la población.

El coraje de las mujeres

El papel de la mujer siempre ha sido relevante en la sociedad saharaui, más aún desde 1975. La marcha verde las obligó a enfrentarse al desierto y caminar en solitario. Fueron las primeras en llegar a la hamada argelina, con los niños y los ancianos, mientras los hombres combatían. Muchas murieron por el camino, bombardeadas con napalm y fósforo blanco; otras, tras largas jornadas andando por la noche y ocultándose durante el día, consiguieron llegar con sus hijos a los campos de refugiados.

Una vez allí tuvieron que responsabilizarse de las necesidades de la población: levantaron jaimas, escuelas y hospitales; se encargaron del reparto de alimentos, agua, ropa, gas… Hasta hoy. Sus labores se extienden a todos los ámbitos: enseñanza, enfermería medicina y cargos políticos.

Rosana Bari, una italiana afincada desde hace 20 años en Bol-la, en mitad del desierto, ha rehabilitado un hospital militar abandonado para atender las necesidades de los niños con discapacidad. En los campamentos saharauis, los niños discapacitados no se crían en la arena, como el resto. Su integración no está resuelta. Los dejan solos, en ocasiones atados en el interior de la jaima. Hacer desaparecer el estigma de la discapacidad es el objetivo de algunos proyectos de cooperación y se han abierto algunos centros para los niños, también para adolescentes e incluso para adultos.

En el centro de Rosana Bari trabajan médicos que cubren muchas especialidades y se ha habilitado una casa-hogar para grandes discapacitados. Bari vive con ellos y los atiende día y noche. Su humanidad y su gestión son encomiables.

Una fe inquebrantable

Durante décadas, la población ha sobrevivido exclusivamente con ayuda humanitaria, sin embargo, desde 1999, se ha iniciado una diversificación de las actividades económicas, algunas de ellas bajo el auspicio de la cooperación internacional y otras a iniciativa privada de la población saharaui.

Dentro de su gran pobreza, los saharauis son inmensamente ricos. Lo son porque poseen una riqueza sin valor tangible: priorizan el cariño hacia la familia, muy arraigado, que extienden a familiares y amigos. Han crecido y han sido educados en valores como el respeto, la fortaleza, la dignidad, la solidaridad y la humildad.

Pusieron su confianza en un referéndum de autodeterminación que nunca llegó. Han soñado con una paloma de la paz ahogada por los políticos y ahora han vuelto a la guerra, que ha movilizado a jóvenes saharauis que un día formaron parte de las familias de acogida españolas participantes en el programa "Vacaciones en paz".

Pese a todo, el pueblo saharaui mantiene la fe en que algún día podrá regresar a su país y darle la vuelta a su bandera, para que el color verde "esperanza" que ondea en la parte baja remplace el negro, ahora en lo más alto como símbolo del sufrimiento vivido.

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