El espíritu de las leyes

España, registro de inquietudes

La tensa partida de póker para configurar el nuevo Gobierno tras las elecciones generales

Ramón Punset

Ramón Punset

Como bien se sabe, el Presidente del Gobierno es elegido por el Congreso de los Diputados y no directamente por el cuerpo electoral, aunque en aquellos supuestos en que un partido político ha logrado la mayoría absoluta de los escaños de la Cámara (176 sobre un total de 350) parezca que ha tenido lugar una elección presidencial directa. Esos supuestos no han sido escasos en nuestra experiencia institucional (casi la mitad de los comicios arrojaron ese resultado: el último en 2011), pero no conviene confundirse de forma de gobierno. Por mucho que los partidos sean organizaciones de fuerte liderazgo unipersonal, lo cierto es que al jefe del Poder Ejecutivo lo designa el Congreso y solo de manera indirecta los ciudadanos. Esto resulta tan elemental que sorprende el empecinamiento de Feijóo en reclamar el acceso a La Moncloa "por haber ganado las elecciones" al encabezar el partido más votado. Argumento falso, que únicamente puede obedecer a un intento de maquillar ante los suyos una victoria frustrante que no le sirve para nada. Ni siquiera para liderar la oposición, pues a los populares les resulta vital de cara al futuro rechazar por completo la nefasta compañía de Vox y su rancio ideario contrario al proyecto democrático, descentralizador y europeísta consensuado en la Transición. El PP debe centrarse y ofrecer siempre una imagen de moderación, en donde nos situamos la mayoría de los españoles a pesar del alboroto que arman nuestros representantes de uno u otro signo. ¡Lástima que seamos incapaces de imitar el ejemplo alemán de las grandes coaliciones!

El PSOE, bajo el caudillaje de Pedro Sánchez, ha resistido los ominosos augurios de las encuestas electorales, reforzados por el mediocre papel del jerarca socialista en su cara a cara televisivo con un Núñez Feijóo contundentemente descalificador, por más que nada clarificador. La incomparecencia de este en el posterior debate a cuatro (¿cálculo miope o pura cobardía?) y la tenacidad y resolución de Sánchez y Yolanda Díaz en la segunda semana de campaña (la "remontada") dejaron en meritorio empate aquello que prometía un holgado triunfo del PP más Vox.

Ahora bien, si a los votantes nos fue imposible conocer los proyectos para España de un reservón Feijóo, limitado a prometer zafiamente "la derogación del sanchismo", quedaron en cambio meridianamente claros los de Santiago Abascal: destruir el legado de la Constitución de 1978. Pedro Sánchez, por su parte, se circunscribió fundamentalmente a defender la obra del Gabinete de coalición que había presidido, ciertamente en circunstancias muy difíciles, como la pandemia y la crisis económica producida por la invasión de Ucrania y sus repercusiones en el precio de la energía. Mientras tanto, Díaz abogaba por "más derechos" sin excesivas concreciones, huyendo prudentemente de cualquier estridencia y pregonando, eso sí, sus conquistas al frente del Ministerio de Trabajo. Aunque los avances en feminismo y en reconocimiento de orientaciones de género también formaban parte del discurso de Yolanda Díaz, el acertado oscurecimiento en campaña del perfil de Unidas Podemos permitió focalizar mejor sus logros sociales en la pasada legislatura. En resumidas cuentas, si Vox constituye un lastre monumental para el PP, también, aunque en menor medida, lo es para Sumar el núcleo originario podemista.

Llegados a este punto, nos encontramos con que la mayoría necesaria para la investidura de Sánchez requiere el apoyo, expreso o tácito (en forma de abstención), de todos los nacionalistas, incluidos los independentistas catalanes del fugado Puigdemont, cabeza principal, en tanto que presidente de la Generalidad, de la insurrección secesionista de octubre de 2017. No sé si reviste heroico dramatismo o es puro surrealismo fecal reclamar la ayuda en esta coyuntura política de alguien cuya detención y entrega a España se viene pretendiendo de la justicia de diversos países europeos. Tanto Esquerra como Junts se han apresurado ya a reclamar la amnistía (no solo para Puigdemont, sino igualmente para la entera caterva de implicados en los hechos del "procés") y la celebración de un referéndum de independencia en Cataluña. Dado que ambas demandas carecen de soporte constitucional, la cuestión parece centrarse, si no se quiere ir a unas nuevas elecciones, en dos propuestas socialistas de fuste: 1ª) una reforma de la financiación autonómica, a la que se ha referido expresamente la Ministra de Hacienda, Mª Jesús Montero; y 2ª) un impulso a la federalización del Estado en el marco de la llamada "Declaración de Granada", aprobada por el PSOE de 2013. ¿Se conformarán con esto Junqueras y Puigdemont? Cabe dudarlo, puesto que federalismo e independentismo son incompatibles, pero ya se verá qué ocurre si el reloj de una nueva disolución de las Cortes se pone otra vez en marcha; y ello también depende del PP en el caso de una investidura fallida de Feijóo, buscada de propósito. No se olvide, en fin, que si al día de hoy los populares verían bien otras elecciones, estas pillarán a los socialistas con la moral más alta después del 23J.

En la tensa partida de póker que va a tener lugar tras la constitución de las Cortes el 17 de agosto también participa el Rey. Él baraja y reparte las cartas de la propuesta o propuestas de investidura, procurando que su exquisita neutralidad no se vea afectada por la lucha partidista, fijando los tiempos con prudencia y sentido de Estado y ateniéndose estrictamente al resultado de las consultas celebradas con los líderes parlamentarios, aunque como los separatistas no acuden a la convocatoria regia, el vodevil está más que garantizado. Los grupos políticos tendrían que ir a La Zarzuela con los deberes hechos, es decir, con las negociaciones bien maduras, pero eso no suele suceder. A mi juicio, la decisión más difícil del Monarca en términos constitucionales (pero la más característica de su función de reserva) es la de proponer a un candidato a sabiendas de que va a fracasar con el único objetivo de desbloquear una situación que únicamente se puede superar con la convocatoria automática de elecciones (art. 99.5 CE).

Según titulaba una de sus habituales secciones la revista humorística "La Codorniz", tiemble después de haber reído. Y, en efecto, así de inquietos estamos.

Suscríbete para seguir leyendo