El hombre medio de Quetelet

La aplicación de la estadística para establecer la normalidad

Martín Caicoya

Martín Caicoya

Adolphe Quetelet, un científico belga del XIX, estaba empeñado en definir el hombre medio. Entonces Friederich Gauss ya había publicado cómo se distribuían los errores en la medición astronómica: la famosa campana. Una distribución de probabilidades, pensaba Quetelet, que ha de ser aplicable al ser humano. Por ejemplo, la del peso y la talla. Encontrar una relación que funcionara no fue fácil. La descubrió cuando dividió la talla en centímetros por la raíz cuadrada del peso. Ese índice se emplea cada vez más para definir sobrepeso y obesidad. La definición al principio fue estadística, más adelante, predictiva.

Las definiciones estadísticas en medicina se basan en la normalidad, en el concepto de "homme moyen". Si conocemos la distribución de probabilidad podemos saber cuántas veces ocurre una observación como la que tenemos delante, por ejemplo, un Quetelet de 38. Basta conocer la media de la población y su variación, la llamada desviación estándar. La media es fácil de entender: la suma de todos los valores obtenidos dividido por el número de observaciones. En el ejemplo más simple, dos observaciones, una de valor 6 y otra 4, la media es 6+4 entre dos: 5. Pero 5 también puede ser la media de 9 y 1. En la segunda las observaciones varían más. Eso se maneja con la desviación estándar que mide cuanto se aleja cada una de la media. Con estos dos estadísticos podemos saber qué probabilidad tiene la medición realizada de pertenecer a esa población. Es una fórmula matemática relativamente simple. Cuanto menor sea la probabilidad, más seguros estamos de que no pertenece, que es diferente o que no es normal

¿Cuándo deja de ser normal?, eso lo propuso, con gran aceptación por la comunidad científica, Ronald Fisher, un gran estadístico. Podría ser cuando una observación así ocurre 1 de cada 50 veces, como él mismo se dijo, pero se inclinó por 1 de cada 20: el 5%. Esa cifra ahora mítica es la que sanciona la investigación científica. Por ejemplo, imaginemos que a la mitad de una población de obesos la tratamos con medicamento nuevo y a la otra con el tradicional. Si al final del ensayo la media del peso en los tratados con el medicamento nuevo es más baja, ¿cuánto más baja ha de ser para que digamos que es efectivo? Pues si una media así solo ocurre el 5% o menos de las veces en la población obesa tratada tradicionalmente. Al ser muy raro, nos atrevemos a decir que ese medicamento transformó la población y ahora hay una nueva normalidad, la definida por el fármaco.

Mientras los valores de normalidad estadística se definen con distribuciones de probabilidad, los predictivos se hallan cuando se realizan estudios epidemiológicos. Un clásico es el de Framingham. Los investigadores invitaron a toda la población a participar en un estudio de seguimiento para conocer las causas del infarto de miocardio. Entonces, en 1948, ya era un problema de envergadura. Encontraron que cuanto más alto era el colesterol, más riesgo de infarto. Sin embargo, es bien sabido que la cifra que llamamos normal ha variado a lo largo de los años, a medida que se acumulaba más conocimiento y más posibilidades de tratar con éxito y pocos efectos secundarios. Lo mismo ocurre con la tensión arterial o la glucemia. Son valores que el organismo regula, pero no con la finura de otros, como la acidez de la sangre o la temperatura.

Como seres homeotermos que somos hemos de mantener una temperatura constante. El calor proviene de la energía que se disipa cuando en el interior de las células, en las calderas llamadas mitocondrias, arden los principios inmediatos, carbohidratos, grasas, proteínas, también el alcohol. Sacamos partido de que solo se aprovecha para el metabolismo aproximadamente el 20%. De manera que cuando baja la temperatura, por frío exterior, gastamos: temblamos para calentarnos. Cuando hay un exceso, activamos los mecanismos de pérdida, el más evidente la sudoración. Ambos ocurren con la fiebre: cuando sube tenemos escalofríos, cuando baja empapamos las sábanas.

Pero, ¿cuándo es fiebre? La norma, definida en 1851 cuando realzaron un millón de tomas de temperatura a 25.000 personas se situó en 37º. En 2023 se publicó un análisis de la temperatura recogida en más de 700.000 consultas. Se descartó el 35% porque pudieran tenerla elevada por un proceso clínico. Entre los incluidos se observó que la temperatura media era de 36,64 grados y solo el 5% estaba por encima de 37,33 o por debajo de 35,95. Hay varios factores que influyen: es más alta en varones, también con tamaño corporal grande, desciende con la edad, cuando nos levantamos es más baja y alcanza el máximo hacia las 4 de la tarde. Ese descenso medio respecto a 1851 puede ser por varias razones, además de por defectos de medición. Una posibilidad es que ahora se haya reducido la tasa metabólica, quizá porque tenemos menos infecciones crónicas.

La cuestión es cómo definir fiebre, ¿debe hacerse como un cambio en la temperatura basal de cada individuo o aceptamos la canónica: entre 37,3º y 38º febrícula y desde ahí fiebre?

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