o fueron fáciles los primeros años de la vida de Alfonso II el Casto. Nacido en Oviedo, que había fundado su padre, Fruela, las intrigas de quienes mal miraban a su hijo, temerosos de que heredase la ferocidad de su padre, le apartaron del trono prefiriendo por rey al gris Aurelio, al que se le rebelaron los siervos. Murió en San Martín, donde la leyenda dice que fue enterrado. Era el primero de los cuatro reyes espurios que apartaron al Casto del trono; el segundo fue Silo, casado con Adosinda, hija, como Fruela, de Alonso I el Católico, y tía del príncipe Alfonso. A la muerte de Silo la corona fue usurpada con violencia por Mauregato, hijo bastardo de Alonso I, tras levantarse con la ayuda de los moros contra su sobrino Alfonso, que tuvo que huir para ponerse a salvo. Alfonso el Casto por fin fue ungido rey el 14 de septiembre de 791, que Oviedo celebra en la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, sustituyendo a su tío Bermudo el Diácono.

En los 51 años que iba a durar el reinado del rey Casto, éste combatió con éxito a los invasores árabes, a los que expulsó de un amplio territorio, y «refundó» Oviedo, «donde nació y renació», o fue bautizado. Ciudad que mereció su atención, según nos relata la crónica, «entre las obras que se cuentan de este rey, una es haber ennoblecido a la ciudad de Oviedo, edificando en ella muchas iglesias y monasterios, y haciendo tales fábricas que desde entonces pareció ser corte, según la adornó y autorizó, y así fue el primero que se intituló rey de Oviedo, que los demás no se habían tenido sino de reyes de Asturias. Ya en tiempos pasados, su padre, el rey Fruela, había comenzado la ciudad, (...), pero no se preciaban los que gobernaban a Asturias del título de reyes de Oviedo hasta que con los acrecentamientos y adornos que puso en su mano el rey D. Alfonso el Casto, se hizo tan ilustre ciudad, que tuvieron por bien los sucesores de llamarse reyes de Oviedo».

En efecto, Alfonso el Casto dotó a Oviedo de iglesias, monasterios, de una sólida muralla defensiva y un espacioso palacio real. Encañó el agua desde los manantiales del Campo del Moro, en la Granda del Anillo de Los Arenales, que llevó abundante a los vecinos del burgo y a los reales palacios. Creó el obispado, metropolitano en principio, y en esta ciudad estableció una corte a semejanza de la visigótica de Toledo, confiriendo al incipiente reino leyes y moneda. Los montaraces y aguerridos dignatarios, que hasta entonces se titulaban príncipes, comenzaron a usar el más propio de reyes de Oviedo.

Siempre me pareció que Oviedo estaba en deuda de agradecimiento con este monarca porque no tenía siquiera un título de calle o plaza que llevara dignamente su nombre. Cierto es que había un Instituto de Enseñanza media denominado como tal, y también una plaza, en lo más noble de la ciudad. Pero ésta era más conocida, por la fuerza de la lógica, como de la Catedral; además, estaba disminuida por el lado de Poniente por el tramo de la calle de la Rúa y al Norte por la de Eusebio González Abascal, título que, contra toda lógica urbanística, comprende el tramo desde la plaza de Porlier hasta la calle del Águila.

Recuerdo cómo Luis Alberto Cepeda, gran admirador del rey, lamentaba la falta de grandeza municipal ignorando a Alfonso el Casto y no dándole el nombre a una gran avenida que tuviese futuro urbanístico, como podía haber sido la de la urbanización de La Florida u otra semejante. En aquella tertulia de apasionados por Oviedo quedó bastante claro que este rey, al que ya denominábamos como «el mejor alcalde que haya tenido Oviedo», necesitaba un recuerdo más acorde con lo que había hecho por la ciudad. Esto coincidía en el tiempo con que yo estaba acotando en fichas los tres tomos de «La crónica general de la Orden de San Benito», escrita entre el final del siglo XVI y principios de XVII por el fraile Antonio de Yepes, en donde en la página 397 refería que uno de los monasterios fundados por Alfonso II el Casto había sido el de San Juan de las Dueñas, después titulado de San Pelayo. Allí explicaba:

«Se precian tanto las monjas de este sagrado monasterio porque en memoria del rey fundador hacen cada año un aniversario, cantando una vigilia con su misa por el alma de D. Alfonso el Casto el día de San Ildefonso, en el cual también la iglesia mayor tiene el mismo cuidado cantando una solemne vigilia y misa de réquiem, y al cabildo acompaña el corregidor y regimiento de la ciudad; después los unos y los otros, así los canónigos y las monjas, van a decir los responsos a la sepultura del rey D. Alfonso el Casto; ellos entran en la iglesia de Santa María, a los pies de ella, donde está el rey enterrado con otros reyes, y ellas cantan el responso en su claustro, cuya pared es la misma que la de la iglesia de Santa María, donde antiguamente hubo puerta, por donde los monjes iban a decir las horas (canónicas), y se oyen las voces y música que en ambas partes se cantan, y las monjas perciben el responso que dice la iglesia mayor y la ciudad al rey Casto, y ellos aguardan a que las monjas digan, asimismo, el responso y cumplan sus obligaciones (É)».

Pensando en hacer un acto cívico de homenaje a Alfonso el Casto, asociado a la función fúnebre del responso, el texto era como un guión adecuado al fin que nos proponíamos: unir lo laico y popular a lo religioso.

La idea de recuperar el tradicional funeral fue enriqueciéndose con abundancia de datos que contenían los archivos de la Catedral, del Ayuntamiento y del Histórico Provincial de la calle del Águila. Uno de ellos, principal para el rigor del acto, era datar la muerte del monarca. Fue una exigencia del siempre purista Joaquín Manzanares. En efecto, aunque se había producido alguna discusión sobre esta fecha, la diligencia con que actuó el canónigo archivero D. Raúl Arias facilitó como dato indiscutible el 20 de marzo de 842. El mismo canónigo, entusiasmado con lo que se estaba preparando, escribió la oración fúnebre que aún se dice, que deseamos no sufra alteración, tanto por el amor con que recuerda a los reyes, reinas e infantes, como porque su aportación sirva para el recuerdo del gran hombre que amó casi tanto a Oviedo como a su entrañable Ribadesella.

El aspecto musical resultó un problema complicado. Se pretendía que las monjas benedictinas de San Pelayo cantasen su responso desde el «claustrillo», como antaño, como explicaba el libro de Yepes, para ser escuchado en la capilla de Santa María del rey Casto, con los asistentes guardando respetuoso silencio. Pero la ciudad, mucho más ruidosa, impedía que llegase el cántico de las monjas, dificultado además por la configuración arquitectónica moderna, desaparecidos los amplios ventanales sustituidos por gruesos muros de mampostería. La misma capilla prerrománica, humilde pero cargada de historia, la había convertido el obispo Reluz, a principios del siglo XVIII, en una sólida construcción recargada en exceso y con pretensiones de basílica.

Cabía la posibilidad de que las monjas acudieran a la Catedral a cantar. Las rigurosas normas canónicas de la clausura se habían atenuado bastante con el tiempo y las entrañables «pelayas» hasta estaban dispuestas a hacerlo por cariño a «su» rey. Se resolvió el problema con una solución intermedia: se instaló un eficaz sistema de megafonía, con tan excelente resultado sonoro que algunos asistentes buscaban el emplazamiento de las monjas, creyendo que estaba en el propio recinto de la capilla. Se dieron cuenta cuando hubo una ligera confusión en los tiempos -no había enlace de retorno por abaratar costes-, al solaparse un rezo en la capilla con la entrada de un dulce y triste miserere cantado desde el monasterio.

El pago de este artilugio fue la única aportación económica municipal al acto, que suponemos haya cobrado el técnico, amigo y con quien discutimos el precio hasta rebajarlo a un coste casi simbólico. Es de suponer que haya cobrado porque al menos nunca nos reclamó nada. Aunque, para ser completamente honestos, debemos decir que Antonio Masip también ordenó pagar tres candelabros de bronce, cuya elección hizo Charo, miembro de la Asociación de Amigos de la Catedral y propietaria del desaparecido comercio Casa Collado, de la calle de San Antonio. Ahora están depositados en la sacristía de la Catedral, en espera de tiempos mejores, cuando se vuelva a colocar los velones ante la tumba del rey, si es que se recupera la tradición algún día.

Sorprendía que en cada aniversario apareciese el panteón real delicadamente adornado con flores. Nadie se explicaba de dónde podía salir el dinero para semejante gasto. El secreto, compartido por los íntimos, era que el fiel Infanzón, que Dios haya, diligente empleado catedralicio, seleccionaba y recuperaba las flores más hermosas de la boda de fecha anterior al funeral y las disponía con exquisito arte en el recinto funerario. Lo hacía con especial cariño, con aportación espontánea, alabando siempre que el rey se lo merecía por lo mucho que había hecho por Oviedo.

En este ambiente cívico-religioso se hacía el acto, breve, intenso y reivindicativo. Los cronistas de Asturias y Oviedo introducían a los oradores, explicaban que el protagonista del acto era el rey. Quienes hablaban a continuación, ya advertidos seriamente sobre quién era el protagonista, cumplieron en general, excepción hecha de Masip, que cuando le correspondió hablar en el segundo año de la celebración se le hizo saber que se le suspendería la amplificación si no se ceñía al asunto que motivaba el acto, aún así, en cierta forma defendiendo a Oviedo, como lo había hecho el propio rey, se puso a defender que «el corredor del Cantábrico» discurriese por el interior y no por la costa. Se le dio un toque de atención y cuando vio que lo de dejarle sin sonido iba en serio, abrevió y volvió al asunto que motivaba el acto.

Los sucesivos aniversarios fueron desarrollándose con relativa normalidad. Hubo cambios en la Presidencia de la Junta General del Principado, también en la Alcaldía de Oviedo, cuando Gabino de Lorenzo desplazó a Antonio Masip. Joaquín Manzanares se enfadó con el cabildo porque se negaba a variar la posición de la tapa del sepulcro del «joven Itacio»; no quiso presentar más a los oradores, pero fue sustituido por Luis María Fernández Canteli, que desde la sombra también había trabajado lo suyo por sacar adelante la recuperación del responso del mejor alcalde que jamás había tenido Oviedo.

Un día, las monjas benedictinas fueron a cantar a la Catedral. Ocuparon los asientos capitulares en la capilla mayor, desde donde cantaron con la dulzura y el amor de siempre sus oraciones fúnebres. Se había roto la tradición de hacerlo desde el monasterio inmediato. También se eliminó la tradición de asistir las autoridades de la Junta del Principado de Asturias, ni se invitó al párroco de San Tirso. Lo más grave para el acto, aunque posiblemente cómodo para los oficiantes, fue que se hizo todo desde la capilla mayor de la Catedral, sin acudir al panteón real a decir el responso, lo que motivó la indignación de los iniciadores del acto, alguno de ellos convencido republicano, lo que no era óbice para que reconociesen cuánto había hecho un rey por Oviedo. En su furor advertían que ya suponían que esto iba a suceder. Agravó la situación que la Fundación Príncipe de Asturias declinó participar en el acto por considerar que no entraba en su ámbito: meses después, esta institución participó en un acto de divulgación sobre la miel en la zona de Aller. Los republicanos volvieron a la carga: «¡Y nosotros qué hacemos aquí!».

Hoy no hay presencia cívica notoria en el acto, en parte porque han desaparecido muchos de los iniciadores y los laicos que podrían tomar el relevo, como Rodrigo Grossi o José María del Viso, no parecen estar dispuestos a comprometerse. ¿Desaparecerá el ya tradicional responso cuando los canónigos se cansen? Deseamos sinceramente que no, y con la misma fuerza deseamos también que, además de la Iglesia, participe el pueblo de Oviedo por medio de sus representantes laicos y digan lo que tienen que decir del rey Alfonso II el Casto.