J. N.

Como La Balesquida, como otras citas religiosas verdaderamente antiguas, la festividad de San Blas se autoconvoca en silencio y atrae sin aspavientos a una muchedumbre de ciudadanos. Una mezcla armónica de fe y de tradición, centrada en un título piadoso: el obispo mártir de Sebaste es el abogado para las enfermedades de la garganta. Por algo fue médico antes que prelado.

La iglesia de las Pelayas registró ayer una continua visita de fieles. Lo mismo ocurre todos los años. También en Gijón -la cita, en Jove, siempre muy concurrida- y en alguna de las casi veinte capillas con que cuenta Asturias dedicadas a San Blas.

La misa de las once la ofició Silverio Cerra, profesor del Seminario Metropolitano de Oviedo y autor de un libro titulado «San Blas, obispo y mártir», que ha sido editado por el Real Monasterio de San Pelayo de Oviedo.

Con el templo lleno y tras la epístola, una carta de San Pablo a los romanos en la que anota que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones», se leyó el Evangelio, sobre la resurrección, y el oficiante ofreció su homilía dedicada, claro, al santo del día.

Cerra destacó, en primer lugar, que hay actualmente en el mundo 1.131 millones de católicos, unos 400 millones de ortodoxos y otros tantos de las iglesias reformadas, así que en total pueblan el planeta 2.000 millones de cristianos, una cifra impresionante, y más si se considera, como dijo, que todo empezó con doce apóstoles.

El celebrante señaló después que la iglesia siempre ha sido lugar de reunión, como efectivamente se comprobaba en esa misa. En un lateral, una imagen de San Blas, revestido de obispo y con la mano en la garganta, subrayando el sentido de su patronazgo. Enfrente, una imagen de San Benito, patrono de Europa, fundador de la orden a la que pertenecen las Pelayas, y, a su lado, un cuervo con un pan en el pico, en recuerdo de la inspirada ave que lo libró de morir envenenado.

Cerra recordó que San Blas había nacido en Sebaste -ciudad armenia que hoy forma parte de Turquía-, en el ecuador del siglo III, en una familia cristiana. Ejercía la medicina y era un eremita cuando fue elegido obispo. El Imperio romano daba muestras de decadencia y, claro, arreciaba la intolerancia. «Ocurría como ahora en todo los sitios, en la política», añadió, «en los bancos o en las empresas donde el poder siempre quiere marginar a quienes lo molestan». La persecución religiosa desatada por Diocleciano alcanzó a Blas. Cuando era conducido a la cárcel curó a un niño enfermo de la garganta. De ahí el patronazgo. Fue torturado y decapitado. Una reliquia, un trozo de hueso, se conserva en las Pelayas, adonde llegó hace 150 años desde el monasterio de La Vega. Cerra concluyó diciendo que «nuestra fe no es un sueño de hace sólo unos días». Tras la misa, todos se acercaron a besar la reliquia. Igualmente, en los oficios religiosos que se sucedieron a lo largo de la jornada.