Por ahí va Lluarca, bailando
Fernando Rodríguez, guardián del folk astur, era un ser humano inmenso, asturiano profundo y ciudadano del mundo
Se ha ido Fernando Rodríguez, "Lluarca", un ser humano inmenso. Guardián de la escena folk, pionero entusiasta del Festival Intercéltico de Lorient, apasionado del rugby (jugó como pilier en el Universidad), leyenda del pub Tigre Juan, hombre de letras, asturiano profundo y ciudadano del mundo. Se ha ido a la francesa, dejando en el desconcierto a una legión de amigos que no le perdonaremos este desaire. Él, que era, un poco a su pesar, un caballero de educación exquisita.
Lluarca se disfrazada de gruñón (aprovechando sus épicos volúmenes) porque le hubiese gustado ser más rudo, más canalla, más fiero. Pero era un ser amable, deliciosamente culto, sensible, entrañable y bueno. Estaba tan seguro de sus raíces, de sus tradiciones y de su lengua, tan orgulloso de ser asturiano, que acabó interesándose por todas las culturas del mundo, por todas las etapas de la historia, por todas las diferencias que pudiesen separarle de otra persona. Cualquier cosa que le contases le resultaba interesante. Sabía escuchar y preguntar. Él, que quería aparentar morder, pero sólo sabía abrazar y aprender. Quería ser peor, pero era bueno.
Confundida, pero firme y estoica, queda también su compañera, su esposa, Fe Santoveña. Escritora y antropóloga que apoyó en él todos estos años de esfuerzo y estudio, de pasiones compartidas. Qué orgulloso estaba Nando cuando la nombraron miembro del Real Instituto de Estudios Asturianos. Merecido hubiese sido, en su caso, el título de RIDEA consorte.
Yo iba a ser el padrino de la boda de Fernando y Fe, porque ambos me lo pidieron con mucho cariño. Hace muchos años de esto. Pero llegado el día, ay, mi cabeza en su desvarío hizo que me olvidase el DNI en casa. El Registro Civil no me admitió como testigo. Tuvo que sustituirme Natalia, mi amantísima, que es desde entonces madrina in extremis de esta pareja extraordinaria. Un desastre con final feliz mil veces celebrado en nuestros reencuentros, en los que siempre acabábamos llegando a la conclusión unánime de que habían salido ganando en el cambio.
Hace poco Nando provocó uno de esos reencuentros, una cena en casa. Unas croquetas de ave y un jabalí cocinados por Fe con mano y con mimo. Yo aporté, un poco por casualidad, la mejor botella de vino que he tenido nunca. Un caldo estratosférico, sublime, que alguien me había regalado y para el que no se me ocurrió mejor uso que compartirlo con ellos. Difícil volver a beber algo parecido. Fernando se estaba cuidando, solo quiso probar un poco de cada cosa. Le fue imposible resistirse a esa explosión de manjares, estando todo delicioso... Lo pasamos bien, nos reímos con ganas. Nos demostramos mucho amor esa noche. Que suerte. Pero hoy es hoy. Nando, que llevaba orgulloso como mote el nombre de su pueblo, era tan del Oriente como lo era del Occidente. Y. a su vez, era un carbayón convencido, paisaje e historia de nuestras calles. Qué haremos sin tu alegría, y sin tus eternos reproches fingidos.
Que templen todas las gaitas de Asturias. Que vengan de todos los concejos a despedirse del amigo. Por ahí se va Fernando Lluarca bailando, cruzando en la barca a la otra orilla del río.
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