Opinión | Crítica / Música

Un poco menos para ser más

Notable velada musical en los "Conciertos del Auditorio" de la mano de la Sinfónica de Düsseldorf y Ádám Fischer

La Orquesta Sinfónica de Düsseldorf desembarcaba en el Auditorio Príncipe Felipe para ofrecer el segundo acto de la ópera "Tristán e Isolda" (Wagner), todo un reto que afrontaba desde la confianza que supone tener a los mandos a una leyenda como Ádám Fischer y un quinteto solista de garantías. Sin embargo, aunque todos ofrecieron unas buenas prestaciones, la potencia de la formación germana deslució, por momentos, el resultado final que se espera en una interpretación de estas características.

Isolda fue encarnada por la soprano dramática Daniela Köhler, de voz poderosa, amplio registro y una pasmosa facilidad en la proyección. No tuvo problemas en sobrepasar a una orquesta de casi un centenar de músicos que sí pusieron en aprietos a Corby Welch (Tristán). Si bien de menos a más en sus intervenciones, el tenor hizo gala incluso de cierto lirismo y de un interesante fraseo en favor de sus condiciones vocales, aunque en sus pasajes finales asomaban ciertos indicios de fatiga ante la exigencia previa. Aun así, su dúo tuvo momentos efectistas gracias a un buen empaste y al cuidado que ambos pusieron en la articulación.

Buen sabor de boca dejaría la mezzo Dorottya Láng (Brangäne). Sin grandes alardes, fiándolo todo a la calidez y dulzura de su redondeado timbre, no tuvo problemas para traspasar el sonido orquestal y dejar destellos de una gran belleza melódica. Idénticos resultados podemos extraer del bajo Miklós Sebestyén, en el papel del Rey Marke. Voz rotunda y bien impostada, llenando el Auditorio con sus armónicos y luciendo una atractiva línea de canto que le hizo rayar a gran nivel. El elenco se completó mediante el asturiano Juan Noval-Moro encarnando a Kurwenal y Melot. Su menor protagonismo que los roles anteriormente citados no le privó de exhibir un volumen adecuado y afrontar con garantías una tesitura ciertamente incómoda en los agudos y los graves que, advertimos, ha ido ganando en los últimos años.

La orquesta alemana evidenció una gran sonoridad. Fischer hizo prevalecer su experiencia y se permitió el lujo de dirigir de memoria, indicando a los solistas cada una de las entradas (hasta canturreando, por lo bajo, el texto de todos los intérpretes). La solidez de la agrupación se magnificó por momentos, destacando una cuerda sedosa y brillante capaz de conmover en los pianos y de atemorizar en los fortes. A ella se sumaron unos excelentes vientos -con unas trompas de emisión directa y gran lirismo– y una percusión siempre precisa. Su calidad y equilibrio se potenció más todavía gracias a las dinámicas y los juegos de intensidad que puso en liza el que fuera director de Bayreuth entre 2001 y 2006, añadiendo un gran atractivo sinfónico a una velada notable donde, un poco menos habría sido mucho más.

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