La Salgar: tres platos más uno para tres décadas

Casa Marcial, el restaurante asturiano que ha llegado más alto, cumple 30 años en noviembre tras una historia familiar y de aprendizaje de los Manzano

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Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Haberse criado en un chigre hizo cocinero a Nacho Manzano. La pasión vocacional lo empujó a estar entre los mejores. De niño ir a una casa de comidas era para él un día mágico. Hoy lo sigue siendo. En Oviedo o Gijón, los escaparates de los restaurantes le llamaban más la atención que los de las jugueterías. Cuenta que no fue buen estudiante; entonces el objetivo consistía en buscar rápido un oficio. En la cocina se fue forjando poco a poco, primero en el inolvidable Casa Víctor, de Gijón, desde los quince años. Vitorón era amigo de Marcial, su padre, y con él emprendió un aprendizaje a la vieja usanza, como pinche y mirando, sin pasar de un nivel ni moverse del lugar en el que el chef le asignaba tarea. Cuando llegó tenía claro que el próximo restaurante sería su propia casa, de la que había partido unos años antes para curtirse. En noviembre se cumplirán tres décadas de Casa Marcial, el restaurante más distinguido de la región, con dos estrellas Michelin y tres soles de Repsol, emblema de La Salgar, una pequeña y apartada aldea de Arriondas envuelta por la melancolía de la Sierra del Sueve. Han sido treinta años de reconocimientos para los Manzano. Pero antes hubo que navegar por procelosos mares.

Cuando Nacho se puso al frente de la casa de comidas familiar, la formación que tenía era la justa. Volvía, además, con el firme propósito de no repetir los platos que había visto en Gijón durante los años de aprendizaje. Estrenarse como chef y renunciar a lo que ya conoces para crecer con un repertorio propio significa renunciar a la red cuando se inicia un triple salto. Manzano tenía la intención de dar de comer a los clientes de una manera personal y distinta. Se propuso a sí mismo jubilar convencionalismos. El hecho de no dejarse tentar por una buena cocina vinculada al pescado, como la de Casa Víctor, entrañaba aún un riesgo mayor teniendo en cuenta que los conocimientos que entonces atesoraba eran bastante limitados. Tiró de lo que había en Arriondas, de la memoria y del paladar, y con las cuatro cosas aprendidas el estilo se fue forjando. Raudo, empezó a rescatar productos e ingredientes que habían sido relegados al consumo doméstico y que no solían cocinarse en los restaurantes, preocupados, como suelen estarlo ahora la mayoría, de cubrir el expediente de la manera más sencilla, arrinconando el guiso. Como ejemplo de esta primera década de iniciación pone el pitu de caleya que no se cocinaba ni estaba en los recetarios clásicos, cuando hoy en día sin él no se entiende como es debido la cocina asturiana. Con los tortos de maíz estaba familiarizado desde los trece años; les agregaba un revuelto de cebolla y queso cabrales. Eran novedad. Bueno, pues aquellos tortos se convirtieron durante tiempo en uno de los platos con más versiones de la cocina asturiana.

El producto de siempre de casa pasó a ser el eje vertebrador en Marcial. Los sabores de la infancia sirvieron de sostén y de inspiración. Había una gran huerta, se hacía sidra y un buen vinagre. Abundaban les fabes de todo tipo, todos los años se llevaba a cabo matanza y se cocinaban cabritos. Manzano lo llama «su universo». Y ese universo del producto, de la cercanía y de la memoria gustativa, sirvió de contrapeso frente a una ausencia de formación culinaria más completa. Nacho cocinó durante años –él mismo lo reconoce– acomplejado. No sabía cómo tratar una vieira o un hígado de pato, y esas eran cosas que en aquellos años, si querías estar en la pomada, debías conocer. Ese desconocimiento técnico lo combatió con ingenio y gran intuición gastronómica, armas que posee como pocos y le han hecho el gran cocinero que es.

El ingenio lo empleaba para transformar lo que conocía en algo distinto que a su vez no perdía el rastro identificativo del sabor, obteniendo de ello un mayor partido. De esa primera época surgen además del pitu de caleya, los tortos y las estupendas croquetas, una ensalada con emberzao (morcilla envuelta en berza), queso y sidra dulce. Otra de bocartes con jugo de tomate y jamón de pato. A Casa Marcial el éxito le llegó de inmediato. Ya era conocida por lo que cocinaban los padres y cuando Nacho regresó junto con él llegó a La Salgar un golpe de aire de modernidad. El rapacín había vuelto de Gijón con todas las bendiciones.

Ahí, en el centro de todo, estaba el pitu, como una especie totémica a punto de ser desenterrada y devuelta a la actualidad. Los pitos paseaban por los alrededores de la casa igual que las vacas, testigos presenciales de una eclosión local fruto al mismo tiempo de un torbellino nacional. Esa década, los noventa, hizo que la cocina española emergiese con fuerza inusitada gracias a Ferran Adrià, el máximo sacerdote de un nuevo culto. Alrededor, los cocineros jóvenes brotaron como los hongos. Asturias no fue una excepción.

Nacho Manzano, cocinando en Casa Marcial, en La Salgar (Parres), el único dos estrellas Michelin en Asturias. | |  MIKI LÓPEZ

Nacho Manzano, cocinando en Casa Marcial, en La Salgar (Parres), el único dos estrellas Michelin en Asturias. / Miki López

En 1999, llegó la primera estrella de la guía roja francesa y, acto seguido, hubo tres años en que el restaurante se alejó de lo que venía haciendo. «Nos penalizó, se produjo una caída de clientes importante», explica Manzano. La razón del éxito inicial era que la cocina que se hacía en La Salgar, además de evolucionada, permanecía del lado del gusto de los clientes. Había modernidad pero preservaba la esencia. El desencanto se produjo a la vez que la desconexión de los conceptos compatibles que tanto calaron. Detectado el problema, no costó volver a ellos para seguir creciendo en la dirección correcta.

En la segunda década, ya de este siglo, Casa Marcial emprendió una senda más conceptual y con mayores recursos, aciertos y errores, pero con un camino trazado unívoco, el afán de seguir haciendo cosas nuevas no se perdía. «La experiencia resultó ser un peaje positivo si se ve con la perspectiva de ahora», dice. «Teníamos que abrir caminos y abandonar la comodidad, no quedarnos simplemente con el éxito. Casa Marcial y mi cocina no estaban pensados para que la recompensa fuera únicamente tener a una clientela cautiva de unos platos que gustaban».

Pasó entonces, de manera aún más conceptual, a ocupar el centro de la mesa una humilde sardina. Su piel con alga wakame ahumada es el plato que mejor define, según Manzano, el cambio de tercio. Es pura esencialidad. Se trata de únicamente dos ingredientes apenas intervenidos: dos pieles, la del pescado y la de la propia alga, que encierran verdadero pensamiento culinario. El objetivo es obtener la máxima expresión de la sardina en verano, cuando está plena de una increíble y suculenta grasa. Llega la segunda estrella Michelin que se incluye en la edición 2010 de la guía. En 2012, dos años después, viene un nuevo reconocimiento, esta vez de la Real Academia de Gastronomía, por la panna cotta de apio, granizado de hinojo y manzana que marca también el devenir de una evolución de la cocina que en la más optimista de las suposiciones convendría equiparar con el avance culinario asturiano. Cuando se explican estos treinta años de Casa Marcial es imposible no concebir la ilusión de que detrás de ellos asome el mejor progreso de una cocina regional que atiende a criterios esenciales y también de modernidad.

Los últimos diez años, de 2013 a 2023, es la culminación del trabajo de los hermanos Manzano. No citar a esa estupenda cocinera que es Esther, y a Sandra por su dedicación en la sala, sería olvidarse de que estamos ante una obra coral sustentada en los lazos familiares y de proximidad. O de la continuidad dinástica depositada en el talento juvenil de Chus Manzano, hijo de Esther y sobrino de Nacho.

El ingenio, arropado ahora por una depurada técnica, no se detiene, por eso a Nacho le cuesta definir la última década con un solo plato, algo que resulta extremadamente complicado tratándose como se trata de una cocina diversa. Piensa, primero, en unas láminas de vaca asturiana maduradas con una mantequilla de algas y tuétano. Producto, contrastes y grasa. Pero, finalmente, no puede sustraerse de la idea de elegir, a su vez, las llámparas, un molusco muy de aquí, su caldo con sidra, coliflor y aromáticos, clásico moderno de los últimos tiempos. En resumen, tres platos más uno para celebrar tres décadas de un restaurante que no ha dejado de crecer.

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