Comidas y bebidas

Placeres para siempre

Si algo representa la cocina imperial china es el pato Pekín o Beijing

Pato azulón, de Villa Paramesa.

Pato azulón, de Villa Paramesa. / Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Los patos proceden de China. Allí encarnan la felicidad. Ellos mismos son los primeros felices, acostumbran a vivir en parejas y si uno muere, por regla general el otro se deja morir. Es una historia de amor esta de los patos. Si algo representa la cocina imperial china es el pato Pekín o Beijing (resultado de la transcripción de los caracteres chinos al alfabeto latino). Consiste en rebanadas finas de carne de pato asada, tierna y de piel crujiente, que se envuelven en una crepe, junto con cebolletas en juliana, pepinos y salsa hoisin o de frijoles dulces.

El ritual de su preparación es largo y complejo, aunque comparándolo con cómo se concibió en un principio podría parecer un juego de niños, ya que en la receta original, que se remonta al siglo decimotercero, el pato, invención de un médico dietista llamado Hu Sihui, se asaba dentro del estómago de una oveja. El pato, que pese a llevar el nombre de Pekín tengo entendido se originó en la antigua capital china de Nankin para ser llevado posteriormente a la actual, conserva sus connotaciones majestuosas debido a la preparación específica y prolongada. Primero, los patos, de plumas blancas, se crían en un ambiente de corral durante 45 días, después son alimentados a la fuerza durante otros quince o veinte más. Una vez sacrificados, desplumados, destripados, lavados y hervidos, se bombea aire debajo de sus pieles para que se separen de la grasa. A continuación, se cuelgan a secar y se recubren con jarabe de azúcar de malta para que la piel resulte más crujiente. Luego se tuestan por el método tradicional de horno cerrado o el de horno colgado que se desarrolló en la década de 1860. Según esta fórmula, el pato se cuelga de un gancho sujeto al techo y se asa sobre leña. Al final, el triste destino del pato imperial de Pekín es colgar de un garfio. La mayor concentración de estos cadáveres laqueados la vi en Chinatown de Nueva York, donde no perderse es bastante difícil como llegó a responder Woody Allen al preguntarse si el hombre puede conocer el Universo.

En 1915, recién llegado a Londres, T. S. Eliot, que había aceptado un humilde puesto en la enseñanza que incluía casi todas las comidas, se asombró por los elevados precios de los alimentos en Inglaterra. Él y su esposa, Vivienne, apenas salían fuera a cenar. Preferían invitar a los amigos en casa. Pero a medida que el éxito creció, los apetitos de los Eliot se volvieron cada vez más refinados y cosmopolitas. "Me gusta la buena comida", escribió al editor Geoffrey Faber en 1927. "Recuerdo una cena en Burdeos, otras dos o tres en París, un vino en Fontevrault, nunca las olvidaré", recordaba. "Los placeres de la mesa no son transitorios, permanecen para siempre". De una de esas cenas que jamás olvidó, en París, perduró el recuerdo del pato a la naranja, que acabaría siendo uno de sus platos favoritos. Su receta preferida del pato no era la clásica que lleva azúcar, vinagre, gelatina de grosella, naranjas y cointreau. Guardaba algo más de complejidad. Era el pato asado al horno con sus cavidades rellenas con tomillo, perejil, cebolla y las naranjas, y bien frotado con cilantro, comino y pimienta. Sobre un lecho de hortalizas, apio y zanahorias, regado con el vino blanco, y acompañado de una salsa elaborada con el zumo de naranjas, vinagre de jerez, mantequilla, caldo de ternera, azúcar y sal. Trabada, parecía una especie de jarabe.

Los italianos pretendieron en su día que el pato a la naranja había emigrado desde la corte de los Médici a Francia, pero también hay otra versión que establece precisamente lo contrario: fueron los cocineros florentinos los que lo importaron del recetario francés en el siglo XVI, probablemente de Blois, en el Loira. Pero hay quienes sostienen que en la época ya se conocía esa forma de cocinar el pato en Sevilla y que la naranja amarga no era otra cosa que una inspiración de los floridos y perfumados patios hispalenses.

Más tarde fue René Lasserre, el chef propietario del restaurante parisino del mismo nombre, el mismo que le dedicó una paloma estofada a André Malraux, quien actualizó la receta en 1945, inspirándose en una preparación bearnesa del pato incorporando cebollas y naranjas. Décadas después todos se habían olvidado del plato que cuenta como ingredientes con naranjas para la bigarade, mantequilla, limón, vino blanco, perejil, cebollas, zanahorias, especias, sal, pimienta y tres generosos vasos de coñac, cointreau y curaçao.

El pato azulón, la especie más extendida en España, habita espacios húmedos de todo tipo, marismas, lagunas, cursos de agua lento e incluso charcas estacionales. Se caza en puestos fijos y con perros cobradores desde finales de septiembre hasta febrero o marzo. Es la especie más extendida de las aves acuáticas. Luis Alberto Lera, del restaurante Lera, en Castroverde (Zamora), uno de los grandes templos de la cocina cinegética de este país, tiene para él varias fórmulas interesantes: la pechuga ahumada en un caldo con huevas de anchoa, en guiso con sus admiradas lentejas, y un pato a la naranja actualizado con la aportación de un chile coreano que remarca el origen oriental de esta carne.

No hace falta preguntarse lo que a este artículo le atrae de la carne de pato en plena temporada de los azulones, pero el otro día me sirvieron una en Valladolid que tuvo la virtud de concitarlos a todos en la memoria. Fue en un clásico vallisoletano, Villa Paramesa, donde todo resulta bien, desde la comida al servicio, pasando por una buena oferta de vinos. Estoy hablando de un pato azulón asado en dos cocciones, el muslo confitado, con un membrillo de calabaza y cebolletas a la miel. Llegó a la mesa tras una vieira con papada y chicharrón, un puré de chirivía, y unos boletos.

Pujanza Finca Valdepoleo 2018

Estupendo rioja elaborado en Laguardia con tempranillo, procedente de un único viñedo de más de 17 hectáreas llamado Finca Valdepoleo. Se plantó en 1973 y cuenta con suelo arcillo calcáreo y una altitud que supera los 600 metros. Con una crianza de 14 meses en barricas de roble francés, destaca por sus rasgos singulares y la elegancia en el sorbo. Color cereza, con reflejos granates en los bordes, los aromas de fruta madura invaden la nariz desde el primer instante. Es especiado y enseguida devuelve los recuerdos tostados de la madera. Potente y delicado a la vez, en la boca resulta muy rico y largo. El precio de la botella ronda los 20 euros. 

Finca Villacreces Pruno 2021

Este es un buen tinto para adentrarse en el territorio de los riberas renovados. Juventud, frescura y elegancia en esta añada de 2021 de Pruno, nombrado por Robert Parker, creo recordar hace siete años, como mejor vino del mundo por su relación calidad precio. Elaborado con un 90 por ciento de tempranillo y el diez restante de cabernet sauvignon, cubre toda expectativa y algo más en un vino de sus características. Procede de un viñedo en Quintanilla de Onésimo, vecino de Vega Sicilia, una vecindad que, por ejemplo, en Francia serviría para reafirmarlo. Mucha fruta y notas de casis, lo primero que asalta el olfato son los recuerdos grafitos y de regaliz, acompañados del toffee. En la boca es muy goloso, dulce y penetrante. Una buena forma de beberlo es en botella magnum de 1,5 litros. Con su estuche sale a 25 euros. 13 euros en el formato habitual. 

Augalevada Ollos de Roque 2020

Coupage de Ribeiro, este blanco de la Fazenda Agrícola Augalevada esta compuesto de cinco variedades: treixadura, albariño, lado, loureiro y godello. Pionero en biodinámica, su autor es Iago Garrido que hace unos años se convirtió en una autentica revelación dentro de la denominación de origen. La crianza de Ollos de Roque es combinada en barricas de roble y tinajas. Amarillo con reflejos verdosos, en la nariz destaca por su mineralidad, los cítricos, hueso de frutas blancas, y las hierbas aromáticas. En la boca vuelve a mostrarse mineral, salino y con un largo recorrido gustativo. Sobre 24 euros la botella. 

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