Pasado imperfecto

A cincuenta años del golpe de Estado en Chile

Una encuesta reciente señala que un tercio de los chilenos creen que Pinochet «habría tenido sus razones» para rebelarse contra Allende y derrocarlo por las armas

A cincuenta años del golpe de Estado en Chile

A cincuenta años del golpe de Estado en Chile / Francisco Palacios

Francisco Palacios

Francisco Palacios

Se cumple medio siglo del golpe de Estado que fulminó el gobierno de la Unidad Popular en Chile, implantando una brutal dictadura que duró 17 años, encabezada por el general Augusto Pinochet, con un terrible balance de asesinados, torturados, encarcelados, desparecidos.

Aún quedan secuelas de aquel régimen: sigue vigente la Constitución aprobada en 1980. Y en una encuesta reciente, más de un tercio de los consultados manifestaron que las Fuerzas Armadas «habrían tenido sus razones para dar el golpe de Estado». Ante este dictamen, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, reaccionó indignado, acusando a Pinochet de «dictador, corrupto y ladrón». Vayamos al inicio de la historia.

En septiembre de 1970 es proclamado presidente de la República de Chile el socialista Salvador Allende Gossens, médico y masón con amplia experiencia política y modales refinados de burgués ilustrado. A pesar de su estabilidad política, Chile era entonces un país con grandes desigualdades socioeconómicas.

En el programa de la Unidad Popular, coalición de izquierdas que apoyaba al presidente, se contemplaba nacionalizar sectores clave de la economía, acelerar la reforma agraria ya iniciada, controlar los precios de los artículos de primera necesidad, subir los salarios a todos los trabajadores, además de otras radicales reformas políticas, administrativas, educativas, sanitarias, culturales. Este novedoso ensayo político fue bautizado como «la vía chilena hacia el socialismo».

Una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue el reparto urgente, obligatorio, gratuito y diario de medio litro de leche en todas las escuelas de Chile, lo que requería considerables recursos públicos. Sus beneficiosos efectos fueron ostensibles: en poco tiempo, las enfermedades infantiles por desnutrición se redujeron del 60 por ciento al 8 por ciento.

El balance del primer año fue bastante positivo para el gobierno de izquierdas, reforzado simbólicamente por la concesión del Premio Nobel de Literatura a Pablo Neruda, entonces embajador de Chile en París. Sin embargo, la Unidad Popular tuvo poderosos enemigos internos y externos desde el primer momento. Eran también tiempos de la guerra fría: el presidente Nixon y la CIA habían decidido acabar con Allende «a cualquier precio».

Cuando Castro visitó Chile en 1971, avisó a Allende de que, dada la correlación de fuerzas, sería imposible llevar a cabo pacíficamente una verdadera revolución socialista. Allende le respondió tajante: «Aquí soy yo el presidente».

En 1973, convertido Chile en un avispero social y político, destacados socialistas advertían de que la situación no se podía resolver con diálogos. Allende, superado por el poder de sus adversarios, ya no era capaz de conciliar sus principios democráticos con los objetivos revolucionarios que defendía. Y cuando más arreciaban las amenazas golpistas, cometió un error definitivo: nombró comandante en jefe del Ejército a Augusto Pinochet, considerado «un militar ciento por ciento profesional y apolítico». Tres semanas después, el 11 de septiembre de 1973, ese general alevoso bombardeaba el Palacio de la Moneda, sede de la Presidencia de la República. Mientras, Allende resistía, metralleta en mano (un regalo de Castro), dentro del palacio rodeado de sus allegados a los que ordenó que no sacrificaran sus vidas en vano.

En su discurso final poco antes de suicidarse, el presidente Allende proclamó por Radio Magallanes: «Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo (…). Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición»».

Y sobre ese final trágico y ejemplar ha escrito el sociólogo Eugenio Tironi que Salvador Allende nos había dejado una gigantesca herencia de compromiso y coraje con su propio martirio. Con su actitud «imperturbable, inapelable, inmortal».

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