El cartero sabio

Elecciones y redescubrimiento de Correos y sus gentes

Maribel Lugilde

Maribel Lugilde

Hubo un tiempo en el que Correos contaba con la figura del "cartero sabio". A él se acudía para desentrañar los destinatarios de cartas con letra ilegible o escrita por personas con escasa alfabetización. Su mirada experta resolvía el jeroglífico y la misiva llegaba a destino. Objetivo alcanzado. Lo contrario sería condenar al purgatorio una correspondencia cuyo remite era frecuentemente igual de dificultoso, por lo que la devolución se volvería imposible. La confianza del escribano, defraudada.

Lo cuenta el historiador y cartero Antonio Aguilar en su libro "Cartas y carteros", donde también recoge lo que quienes hemos tenido cartero en la familia bien sabemos: la entrega es el gran imperativo. De hecho, en pequeñas localidades, cartas con la única referencia de un nombre, incluso un apodo, llegaban gracias a que carteras y carteros conocían al dedillo el territorio y sus gentes. Hacían incluso, si se terciaba, de improvisado lector a terceros, de manera que acababan estando pendientes de grandes y pequeñas cuitas de cada cual. Las epístolas y sus nuevas –amores, conflictos, anuncios– estaban a salvo.

Miguel Strogoff, correo del zar imaginado por Julio Verne, Abdulwahid, el tierno niño-cartero de Bagdad, y hasta el inadaptado Henry Chinaski de Charles Bukowsky, estuvieron sometidos al imperativo de la entrega. Seres reales o imaginados al servicio de un virtuosismo postal que hizo posible, por ejemplo, la correspondencia de Vicent van Gogh con su amado hermano Theo, la de Emilia Pardo Bazán con su "miquiño" Benito Pérez Galdós, o la última carta de Federico García Lorca a Juan Ramírez de Lucas: "No dejes que el río te lleve".

Hace un tiempo, la compañía de teatro de objetos "Oligor y miscroscopía" llevaba al teatro Jovellanos un montaje basado en el cruce de cartas de la pareja de enamorados Manuel y Elisa. Misivas que había sido adquiridas accidentalmente en un rastro, dentro de una maleta vieja. De México a la eternidad.

Y llegamos al presente, tiempo de correo electrónico, Whatsapp y Tiktok desbancando el ritual de las misivas. También de voto por correo en contiendas electorales en las que, por si fuera menester, se siembras dudas sobre lo que nunca se dudó. No hemos salido a aplaudirles a las ocho pero en nuestro fueron interno sí. Por querencia o constatación palpable de que el sistema funciona aunque se le someta a dosis extra de estrés. Y hemos celebrado la campaña con la que la empresa ha felicitado públicamente a los suyos. Ha estado rápida y es justa.

El objetivo fue otro, pero el resultado es éste: quizás hayamos renunciado a la liturgia del cruce de misivas, pero cartas y carteros siguen, tal vez ahora de forma más consciente, presentes en nuestra historia.

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