La reforma del artículo 49

Del bombo y platillo a la realidad cotidiana

Ricardo Gayol

El sector de la discapacidad ha vivido con un cierto grado de satisfacción la reciente aprobación de la reforma del art. 49 de la Constitución aunque, salvo los dirigentes, no sin escepticismo.

A pesar de que la clase política, exceptuado Vox, se ha alborozado con la reforma por ser el único acuerdo consensuado en mucho tiempo, y la ONCE y el CERMI han aplaudido el paso dado, hay que señalar que la reforma en sí misma es poca cosa.

A nadie le parece mal que el término "disminuidos" haya desaparecido del texto constitucional, pues el lenguaje marca la realidad y era necesario superar ese borrón de los constituyentes. De otro lado, el enfoque recogido en el nuevo texto de dar a las políticas públicas la responsabilidad máxima para afrontar la autonomía personal y la inclusión social de las personas con discapacidad representa un salto cualitativo para la atención social del colectivo afectado. Ahora falta que todo eso se aplique con coherencia y diligencia para avanzar en la protección social comprometida.

No obstante, hay un problema significativo en un aspecto determinante del desarrollo legislativo y programático del nuevo precepto: el concepto de la representatividad dentro del sector. En efecto, el apartado 2 del referido artículo prevé la participación de las organizaciones representativas del sector en la adopción de las políticas necesarias, pero no define cómo se determina esa representatividad. Existe la tendencia de conceder tal carácter a las grandes entidades, sin embargo esto es inadecuado, pues las personas afectadas se organizan en una diversidad de asociaciones muy plural, tanto en su volumen de componentes como en la especificidad de sus destinatarios, según su tipo de discapacidad. Por otra parte, la participación de los agentes sociales resulta fundamental para apoyar la inclusión laboral y el empleo digno del colectivo. Más aún, según la legislación y las políticas de que se trate, también los movimientos sociales especializados en las materias correspondientes deben aportar su conocimiento y experiencia en esos procesos participativos.

Sería injusto que el Gobierno del Estado y los grupos políticos ignoraran esa diversidad y se acomodaran a consultar a las organizaciones más poderosas, que no siempre representan con rigor todas las problemáticas a abordar. Es más, muchas veces velarán más por sus intereses patronales y de las élites de la discapacidad, que por el conjunto de esas personas o por casuísticas más desfavorecidas o minoritarias.

Por eso, después de este cambio necesario, urge incrementar la visualización de las personas con discapacidad como ciudadanía con derechos y deberes en plena normalización. Pero ese objetivo requiere una intervención social y política proactiva que permita incidir en aspectos clave de su incorporación social. Materias como la atención temprana generalizada, la inclusión educativa con apoyo adecuado, la inclusión laboral con el acceso a un empleo digno, la accesibilidad universal y el acceso a las nuevas tecnologías, etc., son hitos imprescindibles para cumplir los objetivos constitucionales plasmados en el nuevo artículo, para hacer realidad cotidiana esa expectativa encomiable pero exigente.

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