La mirada de Lúculo

Maneras de aplacar el fuego

La posibilidad de hacer del restaurante llamado gastronómico un lugar más asequible librando al cliente de la tiranía de los menús largos y su rimbombante pompa

Maneras de aplacar el fuego

Maneras de aplacar el fuego / 2 Luis M. Alonso

2 Luis M. Alonso

Entiendo que para el duque de Bedford, autor de algunas de las más divertidas teorías sobre el esnobismo, fuese un engorro referirse a los restaurantes. Aún más engorroso en los años sesenta, que era cuando escribía tomando como punto de partida aquel Reino Unido en el que resultaba indispensable desayunar tres veces al día si lo que uno pretendía era comer. Bedford, dejando de lado cualquier finalidad gastronómica, de lo que hablaba era simplemente de compartir un almuerzo o una cena decentes con invitados y amigos en una atmósfera apropiada, y concluía resignado que el mejor lugar para recibir era la propia casa. Los restaurantes, como todo en la vida, han evolucionado aunque no está claro si la evolución ha sido totalmente positiva.

El mayor incordio para quienes los frecuentan habitualmente, posiblemente no para los que van a ellos como si se tratara de una novedad extraordinaria, son los menús largos. Cada año, coincidiendo curiosamente con las fechas, me entran ganas de volver sobre este asunto. La atmósfera algo envarada aunque comprimida del lujo en los comedores de la alta cocina durante algo más de la primera mitad del siglo pasado—el camarero apostado a una distancia discreta de la mesa para servir el vino sin interrumpir a los clientes— hace tiempo que ha sido reemplazada por la fastidiosa insistencia de imponer silencios cada cinco o diez minutos para presentar los platos y sus ingredientes, muchas más veces de las deseadas y abusando de una disparatada solemnidad. Probablemente haya alguien que no pueda vivir sin ese tipo de presentaciones rimbombantes, pero también existen muchos otros resignados comensales que añoran una conversación como es debido sin que los interrumpan constantemente. Habría que distinguir a unos de otros y hacer algo al respecto. Los jefes de sala deberían ocuparse de ello, no todos los clientes son igual de avezados ni tienen las mismas prioridades cuando visitan un restaurante de los llamados gastronómicos.

Los menús largos de doce, quince o veinte pasos en detrimento de la carta, no contribuyen precisamente a la armonía ambiental. Cada vez son más los cocineros dispuestos a enseñarnos todo lo que saben hacer en un interminable menú de degustación y de manera fugaz como si el cliente no fuera a volver jamás a poner los pies en su negocio. Una infinidad de bocados pequeños y sucesivos no ayuda, sin embargo, a fijar el recuerdo culinario en la memoria. Confieso, y no lo dice alguien que no esté atento, que en el octavo pase ya me he olvidado de lo primero que comí. Me he hecho mayor, arrojo la toalla y solo me resignaré a comer lo que elija un cocinero de la más absoluta confianza, perfectamente testado, y con la condición de que no me den mucho la lata explicándome los potingues y el frufrú de cada plato.

Volvamos, por favor, a la carta civilizada en la que cada uno pide lo que quiere y con un límite. Queden los menús largos de degustación de nombres cursis para los partidarios de las visitas guiadas decididos a ejercer el papel de cobayas del chef con ínfulas de turno. La crisis y la proliferación de las parrillas puede ser un buen momento para darle un nuevo giro a la restauración. De hecho muchos cocineros de campanillas hace ya tiempo que, además del restaurante michelin ruinoso, han emprendido otros derroteros más funcionales para captar clientela: bistrots, gastrobares, tabernas foodies y cualquier cosa que se les ocurre. Rene Redzepi, sin ir más lejos, ha anunciado un cambio de rumbo tras registrar pérdidas su laureado Noma, de Copenhague. El restaurante, cinco veces nombrado mejor del mundo, fue reabierto en 2018 después de una gira pop-up por diversos lugares del mundo, entre ellos México. La idea de Redzepi, parece ser, es volver a la cocina nómada para más tarde cumplir una última etapa antes de cerrar definitivamente su afamado pero poco rentable negocio danés.

A la gastronomía en general, y posiblemente también a la hostelería le vendría bien un cambio de concepto, una mudanza de los planteamientos para que el cliente empezara a percibir en la llamada cocina de autor una simplificación y despojarla así del halo de ceremonia fingida, que prevalece incluso cuando el camarero pretende parecer informal, dotándola de verdadera autenticidad. ¿Es lo que los clientes reclaman? Igual no. Al menos de momento no todos, pero sí contribuiría a hacer de los restaurantes que predican con la alta cocina lugares menos excepcionales y más acorde con el producto y el servicio que en realidad ofrecen a sus clientes. Para ello, los restaurantistas, propietarios, chefs, jefes de sala, tendrían que poder liberarse de la tiranía que dictan las publicaciones como Michelin, y los clientes, a su vez, de la impuesta a través de los absurdos y largos menús que parecen confeccionados más que para agradar y colmar al comensal, para demostrarle de una sentada todo lo que el cocinero sabe o es capaz de hacer, como si no existiera un mañana. El tratamiento para esta enfermedad consiste en minimalismo, menos ínfulas y pretensiones, precios acomodados a las circunstancias, menús más cortos y carta para que el cliente pueda elegir lo que quiere o está en condiciones de comer. Trato atento y menos discursos vacuos en las mesas, a no ser que sean solicitados por los que se sientan a ellas. A la gastronomía se la ayuda fomentando la buena información sobre los alimentos, los productos y los productores, y dejando a un lado ese concepto de espectáculo que ha encumbrado lo mismo a los chefs merecedores de elogios que a los que no lo merecen. Y que supone, además, una pesadez inagotable y una lenta tortura impredecible.

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