Menosprecio de corte

La falta de auténticos estadistas en la vida pública

Daniel Capó

Daniel Capó

"Si en la corte comenzásemos a contar los buenos muy buenos, de que llegásemos a diez pienso que pararíamos, y si contásemos a los malos muy malos, pienso que de ciento pasaríamos", escribió el franciscano y obispo de Mondoñedo fray Antonio de Guevara, allá por tiempos del emperador Carlos, en "Menosprecio de corte y alabanza de aldea" (Ediciones 98). Admirados por Montaigne y por Borges, los libros del fraile español nos hablan de un mundo renacentista ya en su declinar, determinado por el pesimismo sapiencial de los clásicos. Sus palabras siguen manteniendo hoy su verdad, a pesar de todos los brillos espurios de una modernidad que no quiere juzgarse a sí misma con la severidad con la que condena al pasado. Sigamos leyendo: "Hay en las cortes de los príncipes tantos vagabundos, furiosos, desalmados, blasfemos, tramposos y mentirosos, que no nos escandalizamos ya de ver tantos malos, sino que nos maravillamos topar con algunos buenos. No tiene ya el mundo en sus rosales sino espinas, en sus árboles sino hojas, en sus viñas sino rampojos, en sus bodegas sino heces, en sus fraguas sino cisco, en sus graneros sino paja y en sus tesoros sino escoria".

A lo largo de los siglos, la naturaleza humana apenas ha cambiado. Embebido en la lectura de los clásicos, el humanismo inició su andadura situando al hombre en el centro del universo para terminar cediendo el paso al pesimismo existencial del Barroco. La historia nos hace escépticos si aceptamos sus enseñanzas; crédulos y fanáticos, en cambio, si no lo hacemos. ¿Cuánto ha cambiado el mundo desde que el sabio Antonio de Guevara redactó sus "Epístolas familiares" o firmó su "Alabanza de aldea"? En lugar de la corte, hoy deberíamos hablar del poder político –nacional, autonómico, municipal– y de sus múltiples redes de influencia; en lugar de la aldea, podríamos referirnos a la España vacía. ¿Cuántos auténticos estadistas seríamos capaces de encontrar en la vida pública? ¿Cuántos corruptos, aprovechados, blasfemos y falsos; mentirosos, desalmados, cínicos y furiosos encontraríamos? Pocos de los primeros, innumerables de los segundos. Ya en sus "Democracias destronadas", José Castillejo describía a los políticos de la II República –incluidos los concejales de la España rural– como representantes de esta vida de corte de la que habla Antonio de Guevara y que consiste e situarse –con sus maneras, su lenguaje y sus decisiones– por encima del pueblo llano. Nada nuevo bajo el sol, que diría Qohélet.

La misma ingenuidad nos hace pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor; al contrario, nadie escapa a la locura propia de su época. Por supuesto, hay periodos marcados por el horror y otros por el optimismo o por una relativa bonanza. Estos últimos nosotros también los hemos vivido y conocido de cerca, aunque ahora nos resulten aparentemente tan lejanos. Saber interpretar con prudencia las noticias nos evitaría más de un disgusto y contar con unos políticos honrados que supieran elegir bien a sus consejeros. La distancia que va de un buen a un mal gobernante, advertía fray Antonio de Guevara, es que al primero se le puede corregir, mientras que al segundo nadie se atreve. Despreciar el poder y vivir lejos de él parece algo saludable. Y, en todo caso, no aposentarse en el mismo; no sea que todos acabemos formando parte de la corte y nos cuenten entre los malos, o los muy malos.

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