Asturias es monte y déjense de carajos

Francisco García

Francisco García

El inventario forestal de Asturias cifraba en 1998 en 165.000 hectáreas la superficie pública arbolada productiva en la región. Los bosques privados suponían entonces, según la estadística oficial, 285.421 hectáreas, lo que apuntaba ya una suma total de más de 350.000 hectáreas. O sea, que la superficie arbolada ocupaba tanta extensión como cientos de miles de Tartieres y Molinones bajo la sombra frondosa de ramas centenarias. Dos décadas después esa superficie se ha incrementado de forma notable a cuenta de la proliferación del matorral, por abandono de fincas. De manera que la mayor parte del territorio autonómico es hoy arbolado.

En Asturias se contabilizan más de 640 millones de árboles, de manera que si pusiéramos al cuidado de la población semejante ejército forestal, a cada asturiano le corresponderían casi 600 árboles (tal vez algunos menos de tantos que han ardido en los últimos años en incendios pavorosos, como los de la pasada primavera en la comarca occidental). Hablamos por tanto de un potencial paisajístico y económico innumerable, de un recurso asombroso para la mejora de las condiciones de vida de las economías rurales. Pero nadie en el gobierno regional parece darse cuenta de las posibilidades de un recurso numeroso, del que no se acuerda nadie hasta que arde.

Levantamos bosques a la memoria, como en los Pericones, en Gijón, en recuerdo de las víctimas del sida. Y es iniciativa sin duda loable, puesto que conviene al porvenir una lucha enconada con el olvido. Pero olvidamos con frecuencia que en esta región somos madera caduca con vocación de perenne, con un tesoro escondido en sus bosques que es preciso desentrañar, en beneficio de las economías locales que envejecen silencosas como robles memorables.

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