Futuro Europa

La no presidencia

El éxito que iba a ser el semestre de España presidiendo la UE y que no fue

Susana Solís

Susana Solís

"La presidencia europea es un objetivo prioritario. Aunque le conviniera, Sánchez jamás adelantaría unas elecciones que pudieran arriesgarla. Será el broche de oro de la legislatura".

Estos eran los mensajes de 2022 y el primer semestre de 2023. Luego, las cosas se torcieron, y el objetivo prioritario quedó, como todo, a expensas de los intereses electorales. Al final, la larga gestión de la investidura –los contactos con el prófugo Puigdemont comenzaron en marzo de este año, según confesión del negociador del PSOE, Santos Cerdán– se llevó por delante todo lo demás.

Y aquí estamos, lamentando el éxito que iba a ser y nunca fue. Este ha sido el semestre de la no presidencia.

A pesar de los preparativos de funcionarios y expertos y de la importancia de los asuntos en juego, los grandes objetivos se supeditaron a la continuidad en el poder; los intereses personales y de partido se impusieron a los intereses de Estado. Ni liderazgo, ni broche de oro ni nada. Una oportunidad desperdiciada, y no hay tantas: la última presidencia española fue hace diez años; la próxima no toca hasta 2037. Lástima de 145 millones de euros gastados sobre todo en lo fácil y obvio –pasear a ministros europeos por hoteles y paradores– y no aprovechados para centrar el trabajo pendiente y hacer avanzar de verdad los proyectos en marcha.

Se podían haber cerrado capítulos importantes. El plato estaba lleno: pacto de migración, revisión de reglas fiscales, Mercosur, relación UE-Iberoamérica, reforma del mercado eléctrico, diligencia debida, estatuto de ciudadanía europea, directiva de lucha contra la violencia de género… Y al final nos quedamos –por el momento– solamente con la ley de Inteligencia Artificial y la tarjeta europea de la discapacidad.

Y no es que no haya habido tiempo. Simplemente, el que había se ha empleado mal, quizá debido al despilfarro de energía y las contorsiones circenses para negociar en Bruselas y Suiza con Puigdemont.

Se ha querido forzar –también por razones de peaje a los independentistas– el uso del catalán en las instituciones comunitarias. Tantas veces propuesto, tantas veces rechazado, por falta de convencimiento de los 27.

Se han negociado puestos en Europa para miembros del Gobierno a costa de candidaturas para albergar agencias europeas. Se ha solicitado a Interpol –otra reivindicación de los socios de Sánchez– retirar de la categoría de grupos terroristas a los Comités de Defensa de la República (CDR) acusados de estragos y tenencia, depósito y fabricación de explosivos.

Se han retorcido argumentos y se ha mentido para tratar de explicar que la ley de Amnistía, negada tajantemente antes del 23 de julio por inconstitucional, es ahora muy adecuada y necesaria. La situación ha llevado a la Comisión Europea a poner la lupa sobre la división de poderes en España y a preguntarse por qué la mayoría de la sociedad y de sus magistrados y jueces están en contra de una ley de políticos que perdonan a políticos, que divide a las comunidades autónomas y que introduce la desigualdad entre los ciudadanos. El ministro de Justicia ha rechazado ir a la comisión de Justicia del Parlamento para dar explicaciones. El presidente del Gobierno ha tardado seis meses en hablar en Estrasburgo.

Y no serán pocos los europeos perplejos ante el abuso de la palabra unidad por parte de Sánchez, cuando es evidente –y tanto las calles españolas como los plenos del Parlamento Europeo lo atestiguan– que la desunión y la degradación de las instituciones están marcando este periodo. Cuando es evidente que la polarización es la herramienta favorita del Gobierno.

Esta semana hemos escuchado por fin a Sánchez decir en el Parlamento Europeo que España es una de las democracias más grandes del mundo porque así lo indican estudios empíricos. Ni esto, ni el repetir mil veces que es progresista hacer desiguales a los españoles y pactar con nacionalismos separatistas, contribuirá a que esta presidencia del Consejo pase a la historia del buen hacer europeo y español. Su recuerdo evocará más bien la época en la que la política del todo vale y la desfachatez elevada a categoría de gobierno pusieron en peligro la convivencia de los españoles y nuestro lugar en Europa.

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