Opinión

Mujeres con historia

Personas que merecen seguir viviendo aunque sea en una novela

Hay historias que llaman a tu puerta de manera insistente. Y siempre hay una razón para que así sea. Hace unos meses le dediqué un artículo a Blanca Urmeneta Cildoz, un nombre sin más coordenadas que las de su buzón, que situaba su domicilio un piso más arriba del mío en Madrid y en el que figuraba su profesión, pianista. A los pocos días de publicarlo, me contactó por Instagram María Rosa, una pariente lejana de mi vecina. Era de Argentina. La mamá de Blanca era hermana de la abuela de su esposo. Estaban intentando localizarla porque habían empezado a tramitar la ciudadanía española y dentro de poco vendrían a Madrid. «Lo siento, no sé nada más de ella», le contesté. Nos despedimos con la extraña cordialidad de dos desconocidas abrumadas por la magia que a veces tienen las redes sociales y nada volví a saber, ni de María Rosa ni de Blanca. Hasta el pasado domingo.

No suelo consultar el correo electrónico profesional los fines de semana. Es un límite que me impuse a raíz de la pandemia, cuando dejamos de trabajar para vivir y empezamos a vivir para trabajar. Pero, a veces, sobre todo en lo concerniente al deber, pocas al placer, me saboteo, incumplo mis propias normas. De ahí que, a última hora de ese domingo, por si había pasado algo, ya saben, abriera el email en el móvil (la tentación ya no vive arriba, la tenemos al alcance de la mano). Apenas unos minutos antes, a las 20.24 horas, había recibido un correo electrónico encabezado con el siguiente asunto: Blanca Urmeneta. Mi capacidad de fabulación me llevó a pensar, por un momento, que era ella, mi vecina, quien me había escrito. Pero, al fijarme en la procedencia del mensaje, descubrí que su autora era María José Sánchez Soler.

«Apreciada Inés, soy Pepita Sánchez y hoy, casualmente, he leído un artículo tuyo en el que hablas de Blanca Urmeneta». Así comenzaba el correo, en el que Pepita me contaba que Blanca y ella eran amigas desde 1969, cuando mi vecina era pianista de la selección española de gimnasia deportiva y ella preparaba los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, a los que ambas acudieron. Desde la retirada de Pepita, habían mantenido el contacto, sobre todo por teléfono, ya que la exgimnasta vive en Barcelona. Siempre que Pepita iba a Madrid visitaba a Blanca o se quedaba en su casa, en la calle Bailén, pero desde el pasado verano no conseguía hablar con ella. «He dejado varios mensajes en el contestador de su fijo, pero no recibo ni respuestas ni noticias de nadie», me decía Pepita, que continuaba evidenciando su preocupación, dado que al no tener Blanca familia le era imposible saber nada de ella. De hecho, se estaba planteando venir a Madrid para preguntar a algún vecino, y fue entonces cuando encontró mi artículo.

Sin buscarla, aquella historia me había encontrado. Lo cotidiano se había vuelto extraordinario. La vida se había convertido en literatura. Emocionada, me dispuse a contestar a Pepita. Quería saber más, lo quería saber todo sobre las vidas de esas dos mujeres asombrosas. Pero Pepita me pedía información de Blanca, y yo no la tenía. En ese momento, me acordé de María Rosa y le escribí para ver si en los meses que habían transcurrido desde nuestra conversación había logrado averiguar algo más. Su mensaje fue este: «El año pasado, en julio, estuve en Madrid y visité el edificio donde vivía Blanca. Muy amablemente me atendió un vecino, que me dijo que ella había fallecido entre abril y mayo. Lamentablemente, no pude llegar a verla con vida».

La frustración y la tristeza se apoderaron de mi ánimo. Era el final de una historia que ni siquiera había empezado a narrar aún. Lo peor vino después. Nadie quiere ser portadora de la noticia de la muerte de un amigo, pero yo se lo debía a Pepita. Al final de mi correo, en el que le trasladaba mi pésame, le pedía que me siguiera contando cómo era su amistad, cómo era Blanca. Ojalá me conteste. Hay mujeres que merecen seguir viviendo, aunque sea en una novela.

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