Opinión

Alucinaciones y agonía

La lucha por la vida, la estrategia de aceptación de la muerte y la reviviscencia de experiencias tranquilizadoras antes de expirar

Si morir es un hecho natural y deseable, se puede especular con que nuestra naturaleza sabe hacerlo, lo mismo que sabe digerir, respirar, mover la sangre, etcétera. La idea sería que el animal que está a punto de ser sacrificado y más tarde engullido por su depredador, cuando ya su lucha por la vida es inútil, adoptaría una actitud de resignación beatífica para abandonar la vida, una vida a la que se aferraba sin saberlo. Es ese instante en el que, aún bañado por las hormonas y neurotransmisores del estrés, cede a la realidad y se entrega a su propia extinción, ya sin la ansiedad que produce el empuje hacia la supervivencia. La teoría puede ser incluso poética, pero, en mi opinión, tiene escaso sustento en la lógica de la vida.

No cabe duda de que a la naturaleza le importa que cada individuo luche por estar vivo, al fin y al cabo, ella no es más que la suma de todos. Su existencia, como la de un ser pluricelular que somos, depende de la vitalidad de cada uno de los elementos que la componen. Vivimos mientras nuestras células lo hagan y sean capaces de reproducirse. Algunas saben morir y lo hacen: apoptosis. Otras lo hacen cuando el número de mitosis realizada alcanza el máximo. Otras, en fin, agredidas por agentes externos, como virus, bacterias, agentes físicos etcétera.

Unas pocas modificaron su ADN y ahora son inmortales, un fenómeno ajeno a la marcha de la naturaleza. Son las cancerígenas. Células con una vitalidad especial que no solo colonizan el organismo, además lo dominan con los productos que segregan su rebelde metabolismo. En esa aspiración de dominio está su propia muerte... y la del ser donde nacieron.

Imaginemos que en algún momento de la larga evolución por un error de transcripción en ese nuevo ser el camino hacia la muerte se realizara de manera serena, casi gozosa. Sería estupendo porque ya que es inevitable morir, hagámoslo sin sufrimiento emocional. Como no le daría ninguna ventaja para vivir o reproducirse, no hay ninguna razón para que ese rasgo se transmita más que otros y llegue a ser dominante. Por tanto, el bienestar que algunos experimentan en las últimas horas, o días, de vida, cuando agonizan, no puede ser una característica adquirida por su relevancia evolutiva.

La cuestión es decidir si existe. Una polémica interesante es cómo sacrificar los animales que nos sirven de alimento. Preocupan las supuestas toxinas segregadas, que modifican la textura y sabor de la carne. Desde el punto de vista de la ética extendida a todos los seres vivos, repugna el sufrimiento innecesario. Cualquiera que haya asistido a una matanza de cerdo recordará los gritos de dolor y espanto del animal. Frente a eso, la muerte aséptica en el matadero.

El problema lo plantean los seguidores de religiones que no pueden comer sangre: hay que matar desangrando. Así se hace tradicionalmente con el cerdo, carne que ellos tienen prohibida. Exigen que sus matarifes, uncidos por la religión, sigan matando como siempre lo han hecho. El animal, dicen, mientras se desangra no sufre y acepta mejor su destino.

Se especula con que hay una preparación para la muerte, una reconciliación con uno mismo y su vida en forma de vivencias alucinógenas. Son estados mentales fragmentarios en los que el agonizante revive experiencias tranquilizadoras como si empaquetara su vida y se preparara para abandonar este mundo. Los que lo estudian, casi siempre médicos que tratan a pacientes terminales, refieren visiones relatadas por sus pacientes en las que experimentan vívidamente acontecimientos del pasado o incluso completan aquellos que por los azares de la vida quedaron sin finalizar, como si hicieran cuentas con la vida.

Todo eso, dicen, se diferencia de las alucinaciones producidas por la medicación, más caóticas y ausentes casi siempre de significado para el paciente. No ocurre en todos, o no todos lo perciben en su estado consciente, y no siempre tiene esa capacidad de tranquilizar y producir una aceptación serena del destino.

Hasta la fecha son pocos los médicos que se interesan por este fenómeno. Sin embargo, cuando lo comunican en foros de cuidados paliativos, el personal de enfermería, quien realmente está más cerca de los pacientes, reconoce lo que escucha porque lo ha visto muchas veces.

La mente, ese fenómeno que todos sabemos lo que es pero nadie sabe explicar, tiene, como el cuerpo, una enorme capacidad de homeostasis y curación. Es connatural a la vida.

La molécula primigenia, el ADN, lleva en su estructura la capacidad de reparar los errores en la replicación, así como los daños por agresiones. Sin ella sería imposible la transmisión eficaz de las instrucciones básicas para construir el cuerpo. Es posible que ante la percepción de una muerte inevitable, cuando ya luchar por la vida sería un gasto energético inútil, la mente elaboraría una estrategia de aceptación que refuerce esa renuncia realizada ya por el organismo.

Supongo que cuanto más sana y despejada esté la mente, más posibilidades tendría de desarrollar esa estrategia.

Suscríbete para seguir leyendo