Ángel Rodríguez, de la carrera de Medicina en Oviedo a 42 años detrás de la barra del Borrachín

El dueño del mítico pub de la calle Telesforo Cuevas se mantiene al frente de un negocio del que no piensa retirarse

Ángel Rodríguez, detrás de la barra del Borrachín, con la foto de Jerónimo Granda a su lado.

Ángel Rodríguez, detrás de la barra del Borrachín, con la foto de Jerónimo Granda a su lado. / Fernando Rodríguez

Chus Neira

Chus Neira

Ángel Rodríguez Hernández (Benavente, 71 años) disfruta de la jubilación anticipada para seguir con los mismos horarios al frente del pub que abrió el 11 de enero de 1982 y que ahora regentea en solitario, el Borrachín. Leonés emigrado para estudiar Medicina, la vida universitaria le llevó a la hostelería. Está casado con Chefi Álvarez y tiene dos hijos, Alfredo y Guillermo.

La mirada de Jerónimo Granda sigue cayendo desde cualquier ángulo sobre cada uno de los parroquianos como si fuera una «Monna lisa» barbada en la foto que algunos clientes confunden con un retrato de juventud del dueño pero que ilustró la portada del disco «Un kilo de versos» del cantautor ovetense el mismo año que Ángel Rodríguez abrió el Borrachín en la calle Telesforo Cuevas. Uno tras otro han pasado 42 años, el corcho donde se acumulan fotos de clientes amigos acumula tantas bajas que ya nadie quiere que le pongan en la chincheta, su socio durante 36 años colgó los trastos hace seis, pero Ángel, como la mirada de Jerónimo, no se baja. «¿Que me voy a dedicar, a pasear? Desde los 16 años viví de noche, mientras el cuerpo aguante…».

«¡Angelín, bájate de ahí!» era lo que le repetía su madre, Amalia Hernández, cuando trasteaba encaramado a una pila de madera en la serrería de su padre, un maestro de actitud inquieta que había cogido aquel negocio en Villaobispo de Las Regueras después de dejar la dirección del Banco Central de Benavente. Su infancia, hasta los 15 años, discurrió entre la madera, el fútbol y los corros de lucha leonesa en Boñar o La Vecilla. Pero a aquel campeón juvenil de porte atlético que también salía a la codorniz, la perdiz o al conejo con los cazadores de la zona y que llegó a ahorrar para hacerse con una Aguirre y Aranzábal en condiciones, le cambió la vida el viaje a Oviedo para estudiar Medicina.

Llegó con una beca-salario de 90.000 pesetas pero el buen estudiante que era chocó contra una asignatura de Química que le impidió pasar del curso selectivo a segundo. Ese suspenso le dejó al curso siguiente con solo una materia de la que preocuparse y un amplio programa de actividades que la vida del colegio San Gregorio le ofrecía. Capitaneados por el veterano Marcial Fernández, no solo hicieron todos los deportes posibles del CAU. También se recorrían el cuadrilátero de bares de la zona: partida de tute en el Mesón del Estudiante (Aramburu con González Besada), vino en el Mesón de Sancho calle arriba y remate en el Arizona, pegado a Pedro Masaveu. Allí, con la Química atravesada, y como el rector Virgili tardase dos años más en aprobársela, viviría noches memorables en las que Michi, el dueño, le dejaba quedarse a ver las partidas que concentraban a profesionales de las provincias vecinas, maletines con millones de pesetas, apuestas fuertes hasta las nueve de la mañana y aquel amanecer en que uno de aquellos le metió un billete de 10.000 en el bolsillo de la camisa: «¡Chavalín, me diste suerte!».

La Medicina fue una carrera de obstáculos mientras el mundo de la hostelería se empezó a abrir ante él con el proyecto piloto de El Camaleón, un local de verano en Villahormes que puso su amigo Toni y donde Chus Quirós decidió que la cueva natural que iban a utilizar de almacén fuese el bar y la casa, el almacén. En la piedra instalaron el equipo. Jerónimo Granda daba dos pases y entre uno y otro el espectáculo lo ponía Ángel, escalando ocho metros por la piedra para conectar la música. «Era un DJ de altura, estaban todos mirando a ver si me pegaba un castañazo».

En el curso 1981-82 concluyó que por más asignaturas que había ido sacando, le quedaban cinco morlacos –Anatomía II, Pediatría, Médica II, Trauma y Gine– y ninguna gana de seguir estudiando. «Nunca lo iba a acabar, decidí cortar por lo sano». Se puso de socio con Silverio y el resto de hermanos Blanco (Pucho y Javier) y el 11 de enero de 1982 abrió el Borrachín con unas tarjetas que les había dibujado Iván el bailarín, vecino del barrio, diseño de bar ibicenco inspirado en El Chaquetón y toda la calle petada. Aquel éxito ha seguido repitiéndose de una u otra forma y en otra escala. Todos aquellos colegas médicos se hicieron mayores con el local y desde la pandemia también viene mucho público adolescente. Nietos de sus clientes. Ángel atiende a todos con la misma tranquilidad rotunda de siempre, contento y acostumbrado a su rutina: «Al vermú, los jubilados; por la tarde, los estorninos; por la noche, los profesionales». No falla.

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