La noche

Sobre la ola de incendios en Asturias

Ricardo Junquera

Ricardo Junquera

Te despertaste sobresaltada. Había un tremendo olor a humo. Lo primero que pensaste es que quizá la cocina hubiera quedado mal apagada. Pero al momento ya te diste cuenta de que no. Era olor a bosque quemado. Otra vez, como hace algunos años, recordaste. Saliste de la cama y abriste la ventana, buscando la luz del fuego. Sí, allá, no muy lejos, viste el resplandor. Te pusiste la bata y las zapatillas, bajaste a la planta de abajo, te asomaste un segundo a la cocina, todo estaba bien, cogiste la linterna y saliste a la calle.

Desde que murió Ramón, tu Ramón, ya no vivía nadie más en la aldea. Erais los últimos. Ya no quedaba nadie; ahora solo tú; los demás se habían ido marchando, y las calles y la vida quedándose vacías. Ahora, con los días pasados, ya no te importaba que no hubiera nadie con quien pasar la noche junto a la cocina, compartiendo el miedo al vértigo de la soledad, como si fuese una maldición lejana y sin remedio que hubiera que aceptar.

Miraste a la zona de la iglesia y del cementerio. Fuiste hacía allá. Sí, eras la última, pensaste otra vez. Vuestro hijo, como todos los demás hijos de aquel lugar, se habían marchado. El vuestro a Alemania, que para eso había estudiado. Cada poco te llamaba, más desde que murió su padre, tu Ramón. Pero su vida estaba lejos. Y te decía que pensaras en la posibilidad de bajar al pueblo, de quedarte en uno de esos centros donde no te iba a faltar de nada y además ibas a estar acompañada, y él te iba a ayudar, te decía. Tú le oías y sonreías.

Caminaste en dirección a la iglesia y al cementerio; desde allí podrías ver mejor de dónde venía aquel resplandor. ¿Miedo?, te preguntó una vez una chica de servicios sociales después de que quedaste sola. Quien no tiene nada que perder no tiene nada que temer, respondiste. Caminaste por aquella calle, cuyas piedras todavía parecían querer luchar contra la hiedra y el olvido que se agolpaban sobre ella.

Una vez, llegó al pueblo un grupo de chavales que estuvieron viendo una de las casas ya abandonadas. Incluso te hicieron algunas preguntas sobre la vida allí. Pronto te diste cuenta de que creían saber más que tú. Uno hasta te puso mala cara cuando dijiste que cortabas leña para la cocina. El bosque había que mantenerlo, te dijo. Te diste la vuelta, y también sonreíste. Después de ese día ya no volvieron más. Al llegar a casa, en el huerto pegante, viste la huella del jabalí. Aquella noche habían entrado. Desde que la gente se marchó de la aldea y dejó de haber ganado, el monte se había ido adueñando de todo lo cercano. Quizá ya tampoco pudieras seguir manteniendo tu huerta. 

Llegaste hasta la iglesia, invadida de escayos, y al muro del cementerio. Y allá, desde arriba, viste el fuego. Éste era mayor que el último. Había varios frentes. Posiblemente provocado, pensaste. Malnacidos, si así fuere. Ahora solo deseaste que el viento no subiera hasta allí la llama, que al menos respetara a los muertos, a la última memoria de aquel lugar; también a tu Ramón. Y quedaste allí un rato, viendo y oyendo al fuego, y oliendo tanta vida quemada, tanta tierra calcinada. Poco podías hacer. Solo esperar. Si aquello subía, no habría nada para poder pararlo. 

Te diste la vuelta para casa, por aquella calle oscura y vacía, y por un momento recordaste, entre esos recuerdos cada vez más silenciosos y lejanos, cuando todavía había niños que corrían por ella; y también a tu hijo. Llegaste a casa y al subir la escalera miraste la foto amarilla del día de vuestra boda; había estado siempre allí. Te metiste en la cama. Poco podías hacer; solo esperar. Al día siguiente pensarías lo de bajar al pueblo y quedarte ya para siempre en uno de esos centros. 

Ahora olía más a humo, sí, pero enseguida quedaste dormida.