Cinco minutos antes de las campanadas

Relato de humor, pero cierto, sobre lo acontecido en mi última Nochevieja

Ricardo Junquera

Ricardo Junquera

Lo que voy a contar hoy me pasó en la última Nochevieja, cinco minutos antes de las campanadas. Lo cuento con la intención de acabar el año con un poco de humor, que falta nos hace. A ver si lo consigo. Antes de empezar, os sitúo: aquella noche fuimos a cenar y a tomar las uvas a casa de mi madre en la aldea, en Pañeda. Desde mi casa hasta la suya hay aproximadamente cien metros si vas "prao a través" o unos ciento cincuenta metros si vas por asfalto.

Pues resultó que después de cenar, cuando ya estábamos esperando por lo de las campanadas y las uvas y todo eso, cinco minutos antes de las doce, me suena el móvil con un número desconocido. Me sorprendió aquella llamada; las que se hacen esa noche suelen ser después de las uvas, y evidentemente en ese momento no iba a ser una llamada de propaganda. Cojo el teléfono y me dice una voz: "Buenas noches, le llamo desde la central de alarmas; ¿está en casa?; hay una incidencia en el salón que no está claro lo que es". En ese momento te vienen a la cabeza un montón de cosas que puedan ser, y casi ninguna buena; la primera es que la chimenea quedó encendida, con la cassette cerrada, claro, pero tú ya te empiezas a montar historias. Y sin decir nada y sin cortar la comunicación con la chica de la alarma, salí de casa de mi madre en dirección a la mía, y para llegar antes, fui a todo lo que podía correr y por el camino más corto, o sea, por el prao.

Llovía y el suelo estaba mojado y en bastantes zonas había charcos. Y he aquí que más o menos a mitad de camino no me acordé para nada del cable de la "llindaora" (para los de ciudad, pastor eléctrico), que tengo puesta por lo de los jabalíes, y tracatrás, tropecé y caí de cara, es decir, de cara, y sobre un charco. Inmenso leñazo. El móvil también salió volando y escucho a la chica preguntarme: "Señor, ¿está usted bien?". Recojo el móvil y le contesto, mientras me levantaba renqueante y lleno de barro: "Sí tranquila, estoy llegando a casa". "Pero ¿de verdad que está usted bien?, ¿quiere que mande a alguien?" insiste la buena chica.

Y yo medio cojeando y resoplando por la carrera, llego por fin a casa; entro, y menos mal que no era nada: por lo que fuera se había abierto un poco la ventana del salón, y nada más. Se lo digo a la chica, le doy las gracias y deseo a la pobre una buena noche. Ella se despide diciéndome que para cualquier cosa la llame a ese número.

Miro el reloj: faltan solo dos minutos y medio para las doce y todavía tengo que volver a casa de mi madre, buff; a correr otra vez; y poco antes de llegar al cable ahora si me acuerdo de él y pego un frenazo, y claro, patiné, y esta vez caí de culo, es decir, de culo, en el mismo barrizal; y además con cabezada salpicona en el suelo. La de coyer. Intento levantarme sobre un costado, y zas, otro patinaje y de vuelta al charco, esta vez de lado. Me levanto como puedo y compruebo que estoy completo, pero sin gafas. Pues no hay tampoco tiempo para buscarlas ahora, me dije; y como pude, y sin poder estirarme del todo por las costaladas, faltando poco menos de un minuto para las doce llegué a casa de mi madre.

Imaginaos la escena: hacía cinco minutos que había salido de allí sin decir nada y hecho un tío, y ahora aparezco lleno de barro hasta por la cabeza, sin poder ponerme recto y sin gafas. Un cromo de situación. Una de mis hijas me pregunta qué me ha pasado; otra me dice que si me ha sentado bien la cena; la tercera simplemente se parte de risa; y mi mujer me sugiere que deje de dar la nota, que ya está bien. Mi madre calla y me acerca un platín con las uvas. Quince segundos para las doce. Estirándome como puedo, les digo: "El año que viene ya os cuento".

Pues contado ha quedado. Y como siempre digo, que este año que entra nos deje en paz. Y nada más.