Hay en Nava y alrededores unos cuantos paisanos que tienen la costumbre de reunirse, los sábados por la mañana, en la acera que está frente a la plaza de la villa, si bien, en los días de verano, cuando el sol calienta de firme, el personal, prudente, opta por buscar cobijo y frescor en la zona de sombra que proporciona el templo parroquial.

Se trata, en general, a modo de cofradía no reglada, de varones que ya han dejado atrás los sesenta, y también se da el caso de alguno que pasa con bastante de los noventa. Parroquianos como Cándido, del Caneyu; Pepe, del Ángel de la Guarda; Tino, el carniceru; Ino, de Tresniñín; Ramón, de Bimenes; José María, de Tresali; Alfredo, de Coya; Paco, el zapateru; Nino, de La Corba; Albino, de La Veguca; Julio, de Cuenya; don Diego, el cura párroco de Ceceda; Armando Montes, de Bimenes; Ismael; José María, de Llinares, y así hasta completar una mediana lista.

Sin acritud, como diría el prócer, sino más bien con humor y retranca, en cada corrillo se van esbillando temas distintos. Se comenta el último asunto de interés (la erosión de las pensiones, por ejemplo), o cualquier otro, de actualidad reciente o de hace cuarenta o sesenta años, de la historia de España o de la del concejo, que tanto da, con la misma naturalidad, y se recuerdan personajes y anécdotas con sabrosas anotaciones a pie de página no siempre reproducibles, y es que, ya se sabe, la veteranía es un grado. Luego, cada uno va a sus quehaceres. También hay un grupo determinado que disfruta jugando la partida los sábados por la mañana. Argentino La Curtia; Enrique, de La Cueva; Santos, de Castañera; Manolo el mancu, de La Turrá; Toño La Cebosa; Dindurra; Silvino, del molín de Foro; José Luis, de La Bilortera, etcétera, etcétera, son algunos de ellos.

Mi buen amigo el sacerdote Alberto Torga gusta decir que estos parroquianos son los supervivientes de aquella antigua costumbre de la gente de «venir los sábados al mercáu». Y pienso que tiene toda la razón.

Entonces, reflexiono y escribo: Cuando desaparezca esta generación, se habrá marchado con ella la memoria viva del «mercáu del ganáu» de esta villa, con toda su circunstancia, y sólo quedará constancia de él en algunos papeles y en las viejas fotografías, lo mismo que está pasando, o ha pasado ya, con los tiempos del cultivo del tabaco, o los de las plantaciones de lúpulo. «Es ley de vida». Naturalmente; pero, también, un trozo de nuestra historia reciente.

Contar la vida es, igualmente, percibir el hueco de los que, en esta azarosa travesía, van quedando al borde del camino, dejando al resto (cada vez menos, cada vez más solos) seguir su caminar hacia lo irremediable. Y así, con la semana, nos dejó Julián Llamedo Noriega, «Julio la Vega» para sus amigos, un paisano que seguía con la costumbre de «venir los sábados a Nava».

Era Julio un hombre de mediana estatura, moreno, vigoroso, que lucía el pelo de un chaval y se adornaba con un tupido bigote. Viudo, vivía solo y llevaba mal la soledad. «Sabéis pocu lo que ye eso», solía decir, poniéndose triste de repente. De natural prudente, Julio, que había nacido en Cuba, encajaba con facilidad en cualquier ambiente, y sabía seguir una broma con total naturalidad. Con 86 años, conservaba una memoria prodigiosa, y le gustaba ejercitarla. Y como entonaba bien, y sabía de carrerilla la letra de muchos boleros, alguno empezamos, así por lo bajini.

Julio era también un colaborador entusiasta, noble y leal, del que suscribe. Hemos trabajado codo con codo tantas mañanas sabatinas, sentados en el Milenium en compañía de mi tío Albino, desbrozando con la memoria fechas, personas y cosas de Nava, que va a resultarme difícil sobrellevar su ausencia. A él (a ellos), a su memoria, a su paciencia y, por qué no, a su cariño debo el haber llegado a saber muchas cosas, y sería muy ingrato si así no lo reconociera.

Última escena.

-Julio, ¿subimos a Grátila?

-¿Entós?

Y nos acercamos al pueblín, que celebraba su mercáu tradicional. Era un día espléndido de sol radiante, así que, después del pregón, buscamos acomodo a la sombra del hórreo-bar circunstancial, justo al lado de donde se asaban las carnes. La cámara enfoca; a un lado de la mesa, Julio, al otro, yo, en medio, una ración de olorosas y doradas costillas y, cerca, una botella de sidra. La cámara enfoca ahora las costillas, y la botella de sidra, y luego, en fundido, las coloca sobre otra toma con Peñamayor al fondo. Las formas, los colores del bodegón, se van diluyendo. El monte permanece. Música suave de gaita. Rumor de conversaciones que se van apagando. Lento fundido en gris. Fin.

Julio, amigo, descansa en paz.