Siempre es falso el futuro: tenemos demasiada influencia sobre él. Elías Canetti

De un tiempo a esta parte, las palabras desapego y desafección se hicieron omnipresentes en la jerga política. Primero fue el desapego entre Cataluña y España. Después, la desafección hacia la mal llamada clase política por parte de la sociedad. ¡Qué asombrosa capacidad descubriendo mediterráneos! Tras ello, se habló de la «casta política» como aquella que parasitaba privilegios a costa de una ciudadanía a la que decían y dicen representar. Todo ello coincidió con el estallido de esta crisis que está amenazando al Estado del bienestar que, por parte de muchos, se consideraba inexpugnable.

Paro que se sigue desbocando, recortes salariales a los funcionarios, derechos adquiridos que se ponen en peligro. Ante semejante estado de cosas, nuestra sociedad parecía narcotizada; reservaba su indignación para las tertulias en los bares, entre amigos y en familia. Los responsables de esta crisis no se imaginaron que tendrían que responder por ello, y, por otro lado, los gobiernos de turno, aunque se titularan de izquierdas como el de Zapatero, acudieron prestos a solucionar los problemas de las entidades financieras, al tiempo que las prerrogativas de su plutocracia no se resintieron lo más mínimo.

Más de uno se preguntaba qué tendría que pasar para que la ciudadanía mandase parar. Entonces llegó el 15-M y, con él, los «indignados» que, al margen de las simplezas que se vienen diciendo, están empezando a ser, por decirlo al orteguiano modo, el tema de nuestro tiempo. Y, entre otras cosas, ponen de relieve lo limitado e imperfecto de esta democracia.

¿Qué argumentos convincentes hay para que los jóvenes tengan que resignarse no sólo a trabajos precarios, sino también -y sobre todo- a la casi certeza de que les espera una vida mucho más dura que la de sus progenitores? ¿Qué razones de peso pueden esgrimirse en contra de que las calles se llenen de gente que arremete contra la débil democracia que tenemos, sin listas abiertas, sin una ley Electoral que garantice que cada voto tenga el mismo peso a la hora de repartir escaños en el Parlamento, sin que se ponga freno, especialmente en una época de crisis, a las prebendas de las que goza la siempre mal llamada clase política? ¿Y qué decir de las descalificaciones de este movimiento desde una actitud prepotente y de cascarrabias, propia de quienes vivieron a bandazos, pero siempre dentro de posturas totalitarias?

Por supuesto que la violencia es condenable, y que hubo episodios que nunca debieron producirse. Dicha esta perogrullada, ¿hace falta un profundo conocimiento de la historia para saber que nadie va a renunciar a las sinecuras que ostenta si no es por una presión social que los haga desistir? Y, en este caso, podría hablarse tanto de la banca como de la clase política que actúa a su servicio, lo que está poniendo de manifiesto, entre otras cosas, la desorientación que vive la izquierda de siglas.

¿Cómo es que nadie se ha preguntado acerca de la ausencia de los sindicatos mayoritarios en estas movilizaciones ciudadanas? ¿A quién defienden en estos momentos, más que a sus intereses y canonjías? ¿Cómo es que no se publicó en la prensa un aluvión de artículos sobre el modo en que fue recibido el señor Cayo Lara cuando tuvo la feliz ocurrencia de acercarse a una de estas concentraciones?

¿Qué defiende la izquierda política y sindical en la España de hoy? ¿Por qué no se pregunta acerca de su falta de sitio en las presentes movilizaciones? ¿Acaso tiene discurso para dar respuesta a lo que está aconteciendo?

Hablamos de una casta política que no se sonroja a la hora de permitir la presencia en las listas electorales de personas salpicadas por casos de corrupción. Y, claro está, no es un problema que afecte a un solo partido político, sino al conjunto.

Y, en otro orden de cosas, ¿cómo es que nadie se pregunte acerca de la orfandad intelectual de este movimiento ciudadano? No hay un Sartre que esté al frente de ello. No hay un solo intelectual que analice este fenómeno desde la independencia y desde la lucidez ¿Dónde están los intelectuales? ¿Existen, o es que los que tal cosa se atribuyen se encuentran atrincherados en el pesebre de turno?

Con la «burbuja inmobiliaria», se hipotecó el futuro de unos jóvenes que decidieron tomar las calles manifestando que se sienten estafados. Puede decirse que su discurso no se sustenta en un pensamiento profundo. Pero no se les puede negar que están cargados de razón (y de razones) ante unos tiempos oscuros y ramplones, que recuerdan la chabacanería a la que Ortega se refirió hablando del latín vulgar: «Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!».

Del desapego a la indignación en unos tiempos oscuros y mediocres que no conocen la altura de miras, la pasión por comprender, que sólo entienden de mezquindades y falacias.

¿Cómo no rebelarse, cómo no indignarse?