No cabe duda de que el ser humano -y las seras humanas- se crece ante las dificultades y la imaginación acude en socorro de los maltratados, a modo de compensación equitativa. Si nos quedamos ciegos, veremos mejor; si nos cortan una pierna, es posible que se desarrolle el sentido del olfato hasta figurar entre los enólogos destacados. Va en la condición humana y creo que forma parte de lo mejor que tenemos esta disposición a sustituir las carencias y buscar salidas, cuando todo parece oscuro y sin sentido.

Los muy mayores recordarán aquellos épicos días de la posguerra civil, donde la población se libraba al estraperlo para sobrevivir, comíamos una plasta indefinible a base de almortas y se llamaba café a todo líquido oscuro servido en una taza o en un vaso. Pues ahora, con esto de la crisis, se ha agudizado un desconcertante afán por husmear entre las ruinas y aplicarles el microscopio a los restos, con tal de que tengan mil o dos mil años.

Es una ocupación general. En Madrid, ciudad condenada a no verse acabada jamás, están troceando las principales calles para ensanchar las aceras unos cuantos centímetros, algo sorprendente, cuando ya no hay paseantes, sino gentes apresuradas que enloquecen buscando aparcamiento o bajan a las entrañas de la tierra para coger el metro. Pues de vez en cuando aparece un trocito de muralla romana, el cuarto de baño de un cartaginés, las piedras mal colocadas de un supuesto palacio, y las obras se congelan. Poco deterioro causan, por ejemplo, las investigaciones sobre el castillo del rey Gauzón, siendo lo de menos que probablemente no existiera, pero ahí tenemos, en Raíces, a un montón de expertos limpiando amorosamente las piedras con un plumero o un pincel, para averiguar si también padecieron crisis en el siglo IV.

Alguien me ha remitido por internet la apasionada historia de Ötzi, que se supone la momia más antigua, por ahora. Según dice la comunicación fue un habitante de los Alpes italianos que vivió -si a aquello podía llamársele vida- hace unos 3.300 años, en lo más florido de la Edad del Cobre. Le han puesto un nombre poco fácil para nosotros, pero coherente, ya que fue hallado en la región Öztal, que quiere decir, como todos habrán comprendido, «valle de Ötz». Sus descubridores, dos turistas germanos, Herr Helmut y Frau Simon, que correteaban por aquellos parajes en septiembre de 1991.

En principio le dieron poca importancia, pensando que se trataba de cualquier paisano de la región al que no habían echado de menos en su casa a la hora de comer. Dieron parte a las autoridades y alguien se dio cuenta de que aquellos restos no eran moco de pavo. Eso lo dedujeron las autoridades científicas germanas, pero el hecho de haberse hallado a 93 metros de la frontera italiana ha reivindicado para ellos los amojamados restos, que pueden visitar permanentemente los amantes de las momias en el Museo Arqueológico del Tirol del Sur, en la localidad de Bolzano.

Han hecho perrerías con la momia. Medida, radiografiada, escrutada con láser y microscopios avanzados, se sabe todo sobre esos restos, menos el nombre y el DNI. El amigo Ötzi no hubiera prosperado en el baloncesto. Medía 159 centímetros, se supone que cumplió los 46 años y pesaba 60 kilos en vida y 38 cuando lo encontraron. Se sabe, por el polen adherido a sus harapos, que murió en primavera. La composición isotópica -no me pregunten lo que es, no lo sé- del esmalte de los dientes indica que vivió un tiempo en una aldea de los alrededores. Tenía artritis en las articulaciones y le mortificaban unos parásitos intestinales. Por consideración hacia los lectores me niego a divulgar datos sobre el ADN mitocondrial del pobre Ötzi, que pertenecía al subcluster K1, y corro un tupido velo sobre otros descubrimientos. No creo faltar a la discreción divulgando que había comido, unas ocho horas antes de su muerte, un plato de gamuza y otro de ciervo y algún cereal para mojar. Pero la momia era un condensado de sorpresas, pues determinado colágeno de su pelo lo definía como vegetariano y dado a los mariscos, verdadero problema, pues la langosta más cercana al lugar donde fue hallado era, probablemente, el restaurante El Bulli, que no estaba abierto por aquellas fechas.

Que era un tío moderno lo muestran unos tatuajes en el brazo izquierdo, dos en la zona lumbar, cinco en la pierna derecha y dos en la izquierda. Con él encontraron parte de sus pertenencias: ropas, un hacha con mango, una aljaba llena de flechas y un arco inacabado, de mayor altura que él, así como un tipo de hongo de yesca, para hacer fuego, lo que luego se llamó chisquero, encendedor o mechero.

Ahora viene lo peor. Al pobre Ötzi se lo cepillaron. Tenía la punta de una flecha alojada en el pulmón izquierdo. Se defendió como un jabato, pues se encontraron rastros de sangre de otras personas, pero debió de ser un crimen premeditado que acabó prematuramente con su existencia. Los investigadores sospechan un asesinato. A ver qué tiene que decir el juez Garzón.

Como ven ustedes, un asunto apasionante en estos tiempos en que flipamos por los cadáveres en maletas o baúles. Las personas interesadas en conocer más detalles del malogrado Ötzi pueden visitarlo ahora, hasta el 22 de noviembre de este año, en el Museo Regional de la Comunidad de Madrid, en la ciudad cervantina de Alcalá de Henares. Hay que conocer gentes de todas partes, vivimos en una aldea global, y los españoles, en estos momentos, andamos con la pala en la mano para descubrir cuerpos desaparecidos hace apenas setenta años. La cuestión, aunque sea accesoria, es aparcar lo más lejos posible el fantasma de esta crisis que aporrea nuestras puertas cada primero de mes.