Líneas críticas

El poder no lo justifica todo

Los pactos, la amnistía y los votos necesarios para la investidura del Presidente del Gobierno

Francisco Palacios

Francisco Palacios

En una de las guerras civiles mexicanas se le encomendó a un prestigioso médico que extrajera a un prisionero una bala que tenía alojada en un órgano vital. Tras una larga operación, el médico logró salvar la vida de su malherido contrincante. Después le entraron dudas sobre su próxima decisión. Pasados unos minutos, se le iluminó el rostro, y como movido por un arrebato invencible, con el mismo bisturí atravesó mortalmente el corazón del prisionero que acababa de salvar.

En este episodio se pone de manifiesto una flagrante contradicción entre la ética y el fanatismo político. El médico cumplió primero con el juramento hipocrático salvando una vida humana: era su deber profesional. Mató luego a un adversario político: una perversa versión de la máxima "el fin justifica los medios" atribuida a Nicolas Maquiavelo. Un principio que históricamente se puede aplicar, con o sin muertes, a buena parte de las decisiones políticas.

Yendo al presente español, sobre la investidura del actual gobierno en funciones se dice estos días que debe pactarse incluso con el diablo, siempre que se trate de conseguir algo de orden superior. Lo que plantea un escabroso dilema político. Es cierto que los pactos con el diablo pueden servir para conservar el poder y provocar también reacciones muy impopulares.

No hay duda de que los pactos son inevitables en cualquier sociedad civilizada. Miles de pequeños pactos (y no tan pequeños) se producen a distintos niveles y por distintas razones entre fuerzas políticas de idearios muy diversos. Solo en un mundo utópico como el del buen salvaje de Rousseau, donde no existen conflictos, no se necesita pactar con los demás. El problema reside en el contenido de lo pactado y en el control de sus imprevisibles efectos.

Sea o no constitucional, la promulgación de una ley de amnistía, que, según Oriol Junqueras, ya fue acordada el pasado agosto, no resolvería ninguno de los importantes retos y problemas que tiene planteados España. Se trata de una reivindicación minoritaria de los dirigentes independentistas catalanes (especialmente de Carles Puigdemont), pues los votos de los siete parlamentarios de su partido son imprescindibles para la investidura del actual gobierno en funciones. Es decir: pura táctica política.

Escribí otras veces que los gobernantes españoles, con raras excepciones, han tenido poco sentido de Estado. De un Estado que contribuya a la estabilidad institucional y social. Sin buscar inmediatos réditos electorales.

Al margen de pactos y estrategias, los diputados independentistas insisten en que les importa un comino la gobernabilidad y la unidad de España. Expertos juristas y politólogos califican esta actitud como una "grave anomalía democrática", pues sostienen que el Estado no debería tolerar nunca enemigos en su interior. Que sólo debe tener enemigos exteriores.

Asimismo, el Congreso de los Diputados ha aprobado el uso de las lenguas cooficiales en la actividad parlamentaria (el asturiano y el aranés deben autotraducirse), mientras que su aceptación en la Unión Europea se ha postergado sin fecha. Sobre la cuestión me limito ahora a reproducir aquella irónica sentencia de Josep Tarradellas: "En política se puede hacer de todo menos el ridículo".

Por último, desde una perspectiva progresista, Juan Torres López, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla y uno de los artífices del programa económico de Podemos, escribía recientemente que las izquierdas no pueden renunciar a la vertebración de España ni avergonzarse de que ese ha de ser su principal objetivo. Deben ofrecer un proyecto de interés nacional, única forma de enfrentarse a la creciente polarización partidista y territorial que tanto contribuye a envilecer la vida sociopolítica del país.

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