Fútbol es fútbol

La nariz estoica del capitán Renault

Antonio Rico

Antonio Rico

El escritor griego Emmanuil Roídis decía que los devotos de la Divina Providencia sostienen que entre sus dones está haber dotado a nuestros sentidos de la capacidad de hacerse, con el tiempo y la costumbre, insensibles a escenas desagradables, a los ruidos y a los malos olores. Roídis hace esta observación para describir lo que sucedía en la Atenas de 1896, una ciudad sucia y llena de basura, polvorienta y contaminada. No sé si es cosa también de la Divina Providencia, del Diseño Inteligente, de la Evolución o del esto es lo que hay, pero se diría que los futboleros nos hemos acostumbrado a las escenas desagradables de los insultos racistas en las gradas, los ruidos del VAR y los malos olores de Mundiales celebrados en países con nula tradición futbolística y Supercopas de España disputadas en estadios que nada tienen que ver con el aroma de Las Gaunas, El Sadar o El Molinón. Divina Providencia, Diseño Inteligente o Evolución, esto es lo que hay.

Roídis observa que, de entre todos los sentidos, el olfato es el más susceptible de embotarse a fuerza de costumbre, y ese es el motivo por el que a los taxidermistas, curtidores, basureros, embalsamadores de pájaros y vecinos de las sucias calles atenienses no les molestaba el aire que respiraban. Sus narices, con el tiempo, se habían hecho estoicas. Supongo que algo parecido pasa con el fútbol. Nuestras estoicas narices futboleras no huelen nada raro en la celebración de la Supercopa en Arabia Saudí, pero nuestros estoicos oídos también soportan sin problemas las larguísimas interrupciones del pesadísimo VAR y ya no notan el mal olor de los fueras de juego pitados porque la punta de la bota del delantero está un centímetro más adelantado que el flequillo del defensa. Lo que toda la vida ha sido estar en línea, vamos. Los atenienses del lejano 1896 no sabían que vivían en una ciudad sucia, y los futboleros de hoy nos hemos acostumbrado tanto a los malos olores del fútbol que no nos importan los insultos racistas, las corrupciones claras y distintas y los fueras de juego semiautomáticos. Solo nos damos cuenta de que el fútbol huele mal cuando una jugada tan evidente como el fuera de juego no pitado antes del gol del Elche en el partido contra el Cádiz se cuela entre los entresijos del VAR y los ojos de los árbitros sin que nadie, excepto los futbolistas y el público, se entere de nada. ¿Y ya está?

Con independencia del grado de estoicismo de nuestras narices, podríamos utilizar el racionalismo crítico para acordar que no podemos verificar si una hipótesis es cierta, pero sí es posible demostrar que es falsa. Es decir, basta un solo experimento para desechar una teoría. No podemos verificar que el VAR acierta siempre y es más justo que el tradicional silbato de los árbitros, pero sí es posible demostrar que la teoría del VAR infalible y justo es falsa si el VAR falla en una sola jugada. Y falló en el partido Cádiz-Elche, en el que los dos equipos se jugaban unos puntos tan importantes para sus causas como los del Barça o el Madrid para las suyas.

Nuestras estoicas narices huelen, de vez en cuando, los podridos insultos que salen de las gradas, los apestosos chanchullos en la organización de torneos o las repugnantes interrupciones de los partidos mientras unas máquinas tiran líneas de colores. En ese momento, todos somos como el capitán Renault de la película "Casablanca" y gritamos "¡Qué escándalo, aquí se juega!" mientras ordenamos cerrar el local de Rick y recogemos un sobre con nuestras ganancias en el juego.

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