Feliz Navidad, amiga

Horas en el hospital por una lipotimia que se transforman en el mejor Adviento

Jorge Juan Fernández Sangrador

Jorge Juan Fernández Sangrador

La recordaré a usted, y mucho, en esta Navidad. Estuvimos ayer, separados por un biombo durante horas, en la sala de butacas de urgencias del hospital. No en boxes, sino en las butacas. Sin vernos. Hasta que nos llevaron juntos a la sección de rayos X. Usted iba en silla de ruedas. Yo, a pie, de clergyman. Y mientras aguardábamos a que nos mandasen pasar a donde se hacen las placas, me dijo:

–Yo es que me fatigo mucho, arrancó.

–Para que no se fatigue es para lo que está la silla de ruedas, fue lo que se me ocurrió.

–Yo tengo necesidad de hablar con un sacerdote. Soy atea. Y se le escapó un sollozo.

–¡Qué va a ser atea!, repuse.

–Pues sí, lo soy, me respondió con determinación.

–¿Pero lo fue siempre?, pregunté.

–No. Antes iba a Misa. Y me confesó a qué iglesia solía ir.

Y aquí se acabó el primer tramo de la conversación, porque nos llamaron para que pasáramos, usted primero y yo después, a donde nos atravesarían los rayos.

Francamente, los dos deseábamos volver a las butacas para proseguir la conversación. Y me senté en la suya. Me hizo una relación en breves instantes de las personas queridas que habían ido falleciendo a lo largo de los años. La última fue su madre, a la que adoraba.

–¡Cómo no voy a ser atea!, me dijo con tono elevado y el conato de un sollozo, al recordar a su madre.

–Si lo que tiene es que estar agradecida de haberla tenido durante tantos años junto a usted. A mí me faltó la mía cuando yo tenía veintinueve años. Y no hay día en que no me acuerde de ella. Y le rece. Ya quisiera yo haber podido tenerla a mi lado tantos años como usted a la suya, repliqué serio. Y le conté las historias de las viudas de mi familia y de cuánto habían sufrido.

Pero nada. Y cómo se puso usted cuando le sugerí que por qué no rezaba e iba, cuando el tiempo mejorase, a ver a la Virgen de Covadonga: "¡Ah, no!". Cuando me hice cargo de cuál era la situación, le dije con un sentimiento de inmensa ternura: "A usted lo que le sucede es que está muy sola". Y asintió: "Sí, muy sola, muy sola". Y en ese momento llegó no sé si un médico o un celador y se la llevó. No volví a verla. Una señora pasó a recoger la bolsa con sus cosas y un nuevo paciente ocupó la butaca.

No creo que usted vaya a leer esta carta. Y si alguna persona cercana a usted lo hiciese, no nos asociará en absoluto. Pero sé que el afecto con el que se la escribo llegará, no sé de qué manera, hasta usted, como un bálsamo de paz, de consuelo y de amistad. El mismo que usted derramó en mi corazón con sus confidencias. Y es por ello por lo que le deseo: "¡Santa y feliz Navidad, amiga!"

Usted, así como también los que me han auxiliado en la bendita lipotimia, los que se han llevado un susto de muerte al verme confundido, la enfermera que ha logrado instalar dos belenes en su puesto de trabajo, el reencuentro con dos antiguas conocidas que estaban para consulta en nuestra misma sala y me dieron un ratito de compañía, la diligencia del personal asombrosamente joven del hospital; el médico, sabio, claro en la exposición y educado, al que le ha hecho mucho bien recorrer en bici el Camino de Santiago; los pacientes con los que compartí en silencio la nuda percepción de cuál es en realidad la naturaleza de nuestra carne en su más neta esencia, algunos de ellos muy solos, apañándoselas por sí mismos no sé cómo, sin nadie a su lado; todos ustedes me han regalado, amiga mía, en tan sólo unas horas, el mejor Adviento que cupiera imaginarse.

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